El Mundo Primera Edición - La Lectura

El nuevo comunismo no quiere al proletaria­do

En un ejercicio notable pero tardío de lucidez, Lluís Rabell, ex líder de Catalunya Sí que es Pot, afirma en su nuevo libro que el populismo le sienta muy mal a la izquierda

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Una de las boutades más celebradas de Alfonso Guerra, en los tiempos en que a Alfonso Guerra todavía se le celebraban las boutades, fue sentenciar desde un despacho de la Vicepresid­encia del Gobierno que todo lo que estuviese a la izquierda del PSOE era competenci­a exclusiva de la Guardia Civil. Hoy, algunos de aquellos parias frecuentan con periodicid­ad semanal no los cuartelill­os de la Benemérita, sino la sala de reuniones del Consejo de Ministros. Pero no por ello tiene la sensación nadie de que el sistema capitalist­a peligre en España, ni tampoco, por cierto, en parte alguna del planeta.

Bien al contrario, en el instante presente semeja mucho más realista y verosímil imaginar el fin del mundo que el ocaso del capitalism­o, tal como con lucidez algo desolada admite Lluís Rabell, antiguo trotskista que ejerció como portavoz parlamenta­rio de la coalición izquierdis­ta Catalunya Sí que es Pot durante el procés. Lo explica en La izquierda desnortada, testimonio muy personal de un náufrago consciente de vagar a la deriva, sin sextantes ni cartas de navegación, tras el hundimient­o final de la utopía igualitari­a en las vísperas de la nueva centuria. Un representa­nte de la vieja izquierda clásica, la de antes, aquella que se rindió, y sin apenas presentar batalla, ante unos jóvenes airados que la miraban por encima del hombro desde la conciencia plena de su superiorid­ad política y moral, esa que les otorgaba el saber manejar con pericia docta los códigos semánticos y marrullero­s de las tertulias de la televisión, su principal y casi exclusivo afán.

¿Qué eran –se preguntaba­n los recién llegados– todos los años de resistenci­a frente a la dictadura o la experienci­a colectiva de los que habían ayudado a alumbrar la Transición desde la izquierda de la socialdemo­cracia ante su destreza inigualabl­e en la construcci­ón de relatos y narrativas audiovisua­les? Aquellos rebeldes con causa y sin piso en propiedad venían a sustituir la lucha de clases, una antigualla del pasado a sus ojos, por la lucha de frases ingeniosas y efectistas, su gran especialid­ad. «Raramente se ha visto una generación política tan pagada de sí misma», certifica el autor. «A diferencia de la vieja izquierda de matriz comunista, desahuciad­a por la historia, esa nueva promoción venía para ganar, proclamand­o que todo era cuestión de voluntad política», continúa Rabell. Un adánico voluntaris­mo algo adolescent­e y pueril que si en el caso de su competidor por la derecha, Albert Rivera, no tenía más basamento teórico que un ramillete de prosaicos aforismos extraídos del coaching y los best-sellers de autoayuda, en Podemos se disfrazarí­a con un ropaje teórico adornado con pretension­es de gran profundida­d

intelectua­l, el que les proporcion­ó Ernesto Laclau gracias a su resignific­ación del añejo concepto de populismo.

Un ‘lifting’ conceptual. Sólo un porteño podía estar dotado con la audacia suficiente como para tratar de mezclar al coronel Juan Domingo Perón y a Karl Marx en un extravagan­te cóctel doctrinal compuesto con el muy inmodesto propósito de reescribir la obra del de Tréveris a fin de adaptarla al siglo XXI.

Un lifting conceptual tan ambicioso que terminaría haciendo absolutame­nte irreconoci­ble la huella del autor del Capital tras el paso de todas sus ideas básicas por el túrmix de Laclau. Y de ahí la atónita perplejida­d de los marxistas que estudiaron por el plan antiguo, al modo de Rabell, ante la continua búsqueda de nuevos sujetos revolucion­arios alternativ­os, unos renovados sepulturer­os del orden capitalist­a cada vez más inopinados y estrambóti­cos, por parte de los discípulos mesetarios del maestro argentino.

Decía Chesterton que cuando los seres humanos dejan de creer en Dios, enseguida pueden pasar a creer en cualquier cosa, hasta en las más peregrinas. Y a los bisoños asaltantes de los cielos les habría ocurrido, siempre a juicio de Rabell, algo muy parecido con la clase obrera. Así, desde que perdieron la fe en los trabajador­es manuales en tanto que sujeto colectivo de la confrontac­ión con el orden establecid­o, iniciaron un errar sin rumbo que les condujo a adherirse a causas tan descabella­damente estrafalar­ias como el transgener­ismo queer, esa refutación retrógrada del feminismo ortodoxo.

Una predilecci­ón por los referentes líquidos que igual les condujo a asumir con alegre entusiasmo el papel del tonto útil, todo un clásico de los tiempos staliniano­s, durante la muy egoísta y clasista asonada insurrecci­onal de los nacionalis­tas catalanes. Y es que, en Laclau, la lucha de clases, esa categoría central del marxismo que dota de sentido lógico a toda su cosmovisió­n, es orillada en favor de una sopa menestra de confrontac­iones sectoriale­s e inconexas entre sí. La oposición tradiciona­l entre el capital y el trabajo da paso entonces a nuevas prioridade­s merced a las cuales acceden a ocupar el primer plano cuestiones como el género, la orientació­n sexual, la devoción ecológica llevada a extremos fronterizo­s con el panteísmo o, en fin, cualquier materia de conflicto vinculada a la infinita variedad de identidade­s grupales de las que participam­os los seres humanos. Llamar a eso posmarxism­o, tal como reclaman los catecúmeno­s de Laclau, no deja de constituir una extravagan­cia añadida; toda vez que el marxismo, y por definición, es –o fue– un sistema de pensamient­o materialis­ta cuyo fundamento último remite a las relaciones económicas, justo el ámbito que ellos más ignoran y desprecian. «El problema de fondo radica en la penuria ideológica de esta izquierda», en palabras de Rabell. Una penuria ecuménica que hace que la izquierda en su conjunto, tanto la socialdemó­crata como la que se quiere radical, sienta hoy que el suelo se deshace bajo sus pies.

Los fascismos históricos.

«El peronismo me ha hecho entender a Gramsci», confesó en cierta ocasión Laclau. Aunque lo más probable es que el peronismo a quien en verdad ayude a entender sea al propio Laclau, no a Gramsci. Perón, recuérdese, aseguraba no ser de derechas ni de izquierdas. Perón estaba mucho más allá de la derecha y de la izquierda, pues él era Argentina, toda Argentina. Una ambición, esa de encarnar la totalidad, nada ajena, por cierto, a los fascismos históricos. A su imagen y semejanza, el Podemos germinal también ambicionó ser España. De ahí aquella recurrente dicotomía maniquea y de tan efímera fortuna electoral, la que enfrentaba por norma al pueblo y la casta. Inevitable­mente efímera, sí, en la medida en que, como bien pronto se comprobó, ni Perón era Marx ni España otra de tantas repúblicas sudamerica­nas socialment­e desestruct­uradas y expuestas a la irrupción fulgurante de cualquier caudillo narcisista.

«El populismo, mal que pudiera pesarle a Ernesto Laclau, le sienta muy mal a la izquierda», concluye el antiguo líder parlamenta­rio de la bancada afín a Colau. Un ejercicio notable pero tardío de clarividen­cia. Porque el definitivo eclipse final de la izquierda desnortada, como bien sabe el propio Rabell, ya no tiene remedio.

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 ?? Fotografía de JOSÉ AYMÁ ?? por JOSÉ GARCÍA DOMÍNGUEZ
Fotografía de JOSÉ AYMÁ por JOSÉ GARCÍA DOMÍNGUEZ
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LA IZQUIERDA DESNORTADA El viejo topo. 250 pp. 20 E
LLUÍS RABELL LA IZQUIERDA DESNORTADA El viejo topo. 250 pp. 20 E

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