El Mundo Primera Edición - La Lectura
Los primeros románticos: el preludio de todos los futuros
‘Magníficos rebeldes’ la aventura de los intelectuales alemanes del Círculo de Jena, quienes al romper con la razón ilustrada dieron origen al yo moderno
El siglo XXI ha establecido un interesante debate. La poca prestancia de la ficción contemporánea y un presente en crisis perpetua han abocado a muchos lectores al ensayo en busca de respuestas, preguntándose el mismo género si tiene sentido continuar con su formato académico o dar rienda suelta a un didactismo más efectivo para todos los públicos.
Andrea Wulf (Nueva Delhi, 1972), profesora alemana afincada en Londres, publicó en 2016 La invención de la naturaleza (Taurus), una biografía de Alexander von Humboldt que tocaba las teclas justas en torno a conceptos como medio ambiente y ecología, por no hablar del temprano descubrimiento del cambio climático en 1801, cuando el planeta vivía sometido a vertiginosas transformaciones.
En 2018, el filósofo Peter Neumann publicó en su Alemania natal La república de los espíritus libres, editado en español por Tusquets. Este volumen es un pequeño gran compendio del milagro acaecido en Jena, ciudad de apenas 5.000 habitantes, durante un período muy concreto, no más de una década entre finales del siglo XVIII y octubre de 1806, cuando Napoleón diezmó a Prusia y entró en la gran urbe revolucionaria del pensamiento, tal como recoge la célebre anécdota hegeliana de ver el espíritu de Europa montado a caballo.
La obra de Neumann arrasó en las librerías, por lo que Andrea Wulf se animó con un proyecto sobre la misma materia, cuyo resultado es este Magníficos rebeldes, donde la autora ahonda sobre todo en las disquisiciones de los primeros románticos y la invención del yo. Si Neumann es erudito, Wulf domina el gusto de nuestra época por la acumulación de datos. Sin embargo, ambos volúmenes pueden complementarse, sobre todo si se atiende a las intenciones de las respectivas firmas, con Neumann más indemne a modas y su homóloga, profesora de Diseño en el londinense Royal College of Art, muy amante de las mismas.
Ello comporta en Magníficos rebeldes la elección de un eje femenino, encarnado en Caroline Michaelis, casada con August Wilhelm Schlegel, de quien se divorcia para casarse con Friedich Schelling, además de configurarse en vanguardia de su sexo al apostar sin ambages por las ideas provenientes de la Francia revolucionaria, omnipresente en todo el Viejo Mundo desde la toma de la Bastilla en julio de 1789.
La elección de este punto de vista determina todo el contenido y otorga la centralidad del manuscrito en la generación más joven, mientras Neumann, con buen criterio, pone el acento en la proverbial influencia de Goethe y Schiller, sin cuyo ascendente no puede comprenderse la auténtica génesis romántica iniciada con Las penas del joven Werther, causa de suicidios en toda Europa y preludio de una nueva sensibilidad, sólo consolidada tras la clausura de la epopeya napoleónica.
Wulf, no obstante, acierta en su lectura de ese arquetípico giro copernicano y contribuye a la investigación romántica mostrándonos cómo los Schlegel, Novalis, Fichte o Schelling no acuñaron esta idea desde su significado actual, más bien cursi, pues
para ellos el Romanticismo era una cosmovisión transformadora, sin freno y siempre en progreso al tener la capacidad de aunar lo humano con lo natural para romper con el predominio de la Razón de las Luces.
Conciencia de uno mismo.
Esto, para quien no esté muy avezado en estas lides, puede sonar a paradoja, cuando en absoluto lo es. Wulf sí pondera el legado de Kant como encrucijada esencial. Sus tres críticas derribaron los muros de las tinieblas, rompieron las cadenas de la sumisión y elevaron la independencia del sujeto hasta una perspectiva insólita en la Modernidad, desde el imperativo categórico hasta despojar la maleza de sus estorbos para mirar claro desde la pureza. Fichte recogió su antorcha con sus lecciones en Jena sobre el yo, sancta sanctorum para analizar lo exterior, una especie de fantasía derivada de nuestras interpretaciones. La trascendencia de sus pesquisas supuso una enorme vuelta de tuerca al ubicar lo humano en la vía hacia un conocimiento distinto, hilvanado con el amor a la libertad, sólo posible desde la conciencia de uno mismo.
Esta renovación idealista se ampliaría con toda la efervescencia de la comunidad sita en la minúscula villa, a la sazón integrante del Ducado de Sajonia-Weimar, cuyo principal asesor cultural era Johann W. Goethe, con suficiente poder como para elegir a los profesores universitarios.
Sin el entusiasmo del maestro, el sueño de esa comuna de excéntricos medio hippies avant la lettre jamás se hubiera producido. Fue un suspiro en el devenir de la cronología, condensándose energías temibles desde lo positivo, un vendaval prodigioso con muchas anticipaciones a las vanguardias del Novecientos, tales como la fragmentación híbrida en la novela Lucinde, de Friedich Schlegel, la poesía libre de trabas de Novalis o la ruptura de la revista Athenaeum, de incalculable valor al fomentar el aforismo y soltar amarras de los mayores, demasiado rancios en Die Ohren, impulsada por Schiller. El otro logro capital de esta juventud desgarrada, sin tanto fuelle como para sobrevivir a su iconoclastia, fue plantar la semilla para el gran árbol del pensamiento y la literatura alemana.
Esto fue intuido de buenas a primeras por Madame de Staël, exiliada de la Francia napoleónica y mecenas de Schlegel. La hija del ministro Necker publicó en 1813, tras sortear la censura imperial, De l’Allemagne, punta de lanza para la fortuna de los idealistas en el panorama continental, justificándose en sus amores por la profundidad de sus debates filosóficos, bien diferentes a los de sus frívolos compatriotas, lastrados por la omnipresencia de un hombre al mando.
Napoleón sobrevuela todo este relato y explica la futura deriva de los Magníficos rebeldes, de los que no se comenta su filiación burguesa cuando estaría bien remarcar cómo esta clase social quiso erigirse a lo largo de todo el Ochocientos en transformadora de la Tierra con el anhelo de mejorarla. Bonaparte suscitó un sinfín de pasiones desde la hipótesis de unificar Europa mediante la Ilustración. Hegel, el último mohicano de la tribu de Jena, nunca olvidó lo impecable de su Código Civil como maná de buena ley, trasladable a cualquier frontera por su apabullante lógica favorable a propulsar a la ciudadanía como eje supremo de la sociedad.
El fin de un sueño. El desengaño apareció tras 1804, cuando muchos de los genios habían emigrado de Jena. Napoleón fue coronado emperador, se extinguió el Consulado, falsa promesa democrática con el recuerdo de la revolución de fondo, y el contexto mutó hacia una agresividad bélica que catapultó el florecimiento de los nacionalismos, otra consecuencia del Romanticismo, como si las naciones vistieran sus propios ropajes para afirmar sus señas de identidad y acogerse a un paulatino libre albedrío. El mismo acuñado desde la plural Germania en ese santiamén tan del Fausto goethiano: «Detente instante, eres tan bello. Morir y renacer, con las cenizas como raíces para el mañana».