El Mundo Primera Edición - La Lectura
La apoteosis de morir por las ideas
Hay pensadores extraordinarios cuya forma de morir justifica la unión de su vida y su obra. Es la vigorosa tesis de Costica Bradatan en ‘Morir por las ideas’, donde recuerda que la filosofía no va de palabras, sino de jugarse la piel por ella
Desde los inicios de la filosofía en Occidente la muerte ha sido un temazo –si no el temazo– para sus cultivadores. Del aprender a morir, que dijo Platón que era la filosofía, a las réplicas que siguieron de Cicerón y Montaigne, pasando por el tesoro, lo más precioso como la llamó Simone Weil... Esta es la manera habitual en la que empiezan los ensayos sobre la muerte y los textos sobre estos ensayos.
¿Qué hace Costica Bradatan, filósofo estadounidense de origen rumano, en Morir por las ideas. La peligrosa vida de los filósofos (Anagrama)? Levanta la mano en la segunda página de la introducción: alto ahí, avisa, la muerte no es un tema para la filosofía, sino lo que sobreviene cuando se agota ese mismo tema. La muerte es la explicación perfecta, inaudita, la más sencilla y la más difícil de aquello de lo que cada uno venía hablando –sin éxito– durante toda su vida. Sócrates, Hipatia, Giordano Bruno, Weil y Jan Patocka dejaron, a la hora de la verdad, la palabra escrita o hablada para lanzarse a la gimnasia del morir.
«Es revelador que, en su tendencia más extrema, cuando llega el momento de la prueba final, la filosofía tenga que abandonar sus herramientas tradicionales (clases, libros, conferencias) para ser otra cosa: ejercicio, ejercicio corporal. Así completamos el círculo (…) Estos filósofos necesitaban el cuerpo no sólo para cultivar la filosofía, sino también –algo más importante– para refrendarla». Este es el primer revolcón intelectual del libro y no llevamos ni 25 páginas. Lo impresionante es que el nivel no decae y son más de 300 las que tiene.
El olvido de Heidegger. Antes de llegar a la 50, otro revolcón. Viene en cursiva, en forma de párrafos donde el autor intercala reflexiones más personales. Podrían tomarse como paradas para tomar aliento… Tampoco. Eso ocurriría en un libro normal, pero en el frenesí intelectual de Morir por las ideas es donde el autor enseña sus cartas, opina, ataca. Acaba de explicar los ejercicios espirituales de Hadot, a través de los cuales intentaba el francés que la filosofía fuera «una actitud concreta y un determinado estilo de vida», algo extensible a todos los rincones de la existencia. ¿Quién aparece a continuación? Heidegger entra en escena por vez primera. Luego se detendrá más en él, pero es que Bradatan tiene algo urgente que decir aquí, justo aquí, en el breve epígrafe que titula Entreacto: (donde el filósofo olvida la filosofía en el despacho).
Aquí es donde cuenta la distancia que suele mediar entre la filosofía concebida como arte de vivir, como hace Hadot, y la académica. La filosofía es hoy sobre todo un «empleo»: los filósofos son sólo otra categoría de «profesionales». Actualmente, un filósofo puede, en principio, vivir como un cerdo y pese a todo ser considerado capaz de producir grandes obras de filosofía. Aterriza donde quiere llegar: ¿por qué tanto revuelo con el caso Heidegger y su nazismo? ¿A santo de qué tanta desilusión?, pregunta Bradatan. Y se da la razón a sí mismo, pero, sobre todo a su obra. Aunque él lo disimule en forma de pregunta, yo afirmo que lo afirma: lo que late ahí, en medio de esa conmoción, es la expectativa, aunque turbia (dice él), de que un filósofo viva como tiene que vivir; es decir, filosóficamente.
El pasado otoño, Clave intelectual publicaba la estimulante obra de Gisèle Sapiro ¿Se puede separar la obra del autor? En ella, la socióloga francesa llegaba a la siguiente conclusión: «¿Se puede separar la obra del autor? Sí y no. Sí porque, como se ha visto, la identificación de la obra con el autor jamás es completa, y porque a este la obra siempre acaba escapándosele».
Separar o no separar. Se le escapa, explica Sapiro, tanto en el proceso mismo de producción, como en el del sentido y la recepción, «puesto que pasa por formas de apropiación que pueden resultar contradictorias». El «no» está más claro: «no se puede separar al autor de la obra, porque esta lleva la huella de una visión del mundo y de unas posiciones éticopolíticas más o menos sublimadas por su trabajo que es necesario sacar a la luz para entenderla en su génesis y en sus efectos».
El libro de Bradatan aparece ahora como una síntesis apoteósica para las tesis anteriores. La respuesta, en el caso de los filósofos que mueren por sus ideas, es no y mil veces no. En realidad es que no hay pregunta ni debate. Siguiendo las líneas de Sapiro no se puede separar al filósofo de la obra, pero al filósofo no se le escapa nada, porque, justo en el momento en que eso está a punto de suceder, es cuando decide saltar al vacío de sus propias ideas. La filosofía no es sólo algo de lo que hablamos, es por encima de todo algo que hacemos».
Otra de las diferencias que existen entre los filósofos que viven filosóficamente hasta la muerte es que sus colegas no se encuentran en las universidades, sino entre los mártires. Quienes mueren por su Dios se parecen más a estos que los otros filósofos y, sin embargo, qué motivación tan diferente. Mientras unos mueren por el más allá, los filósofos mártires refrendan su mundanidad de una forma absoluta e incontestable: lo que han dicho, lo que han hecho, sus decisiones, sus obras en este mundo es lo que les acaba llevando al otro. ¿No es gracioso? No, es irónico. «Pero es que, una vez más, la vida filosófica o es irónica o no es». Esta es otra de las subtramas que defiende Costica Bradatan en su obra. Prosiguen los revolcones. ¿Simone Weil cortándose cuatro dedos de pelo? ¿Gandhi arrojando salsa de tomate sobre un mapa del Imperio británico? ¿Quién puede imaginarlo sin que le entre la risa?
Como los libros buenos siempre son actuales, resulta que el epígrafe El arte de pasar hambre revisa y trae a la cabeza, sin pretenderlo, las nuevas y sorprendentes formas de protesta, porque ¿qué son el kétchup a los cuadros míticos y el pegamento sobre los marcos comparado con dejarse morir de hambre? Bradatan llama la atención en Morir por las ideas sobre las luchas desiguales. Sostiene que, cuando el tamaño del enemigo es inconmensurable hay un poder que emana «de la decisión de autodestruirse. Es el arma preferida de quien está en inferioridad de condiciones; cuando no tenemos nada con lo que luchar, aún podemos usarnos a nosotros mismos». Es barato, ultraecológico, efectista y se entiende a la perfección. Todo ventajas.
Una rara amalgama de ideas.
Debería de valer este recorrido para mostrar someramente el frenesí de ideas o puntos de vista que convergen en el libro y se desatan con la lectura de forma sexy y subyugante. Hay muchos más que merecerían citarse como situar, en el origen de la filosofía, no el asombro sino la vergüenza de sí mismo o la consideración de personajes de ficción como filósofos. La fiesta prosigue con comparaciones que son fuegos artificiales para el pensamiento como el paralelismo entre Heidegger y Tolstói hasta llegar al retrato de Iván Ilich como Dasein o la idea de que la vida es como una corrida, donde el ser humano sale alegre e inconscientemente al ruedo a darlo todo sin saber lo que le espera.
Qué extraña amalgama en un ensayo, qué expresiones, qué vocabulario raro y qué rara exuberancia. ¿Se puede reír a carcajadas con un ensayo? ¿Llorar? ¿Sentir que la piel se eriza? Si la respuesta es no, lo que hay que probar es Morir por las ideas.