El Mundo Primera Edición - La Lectura

Por Modernidad

Este monumental volumen reúne la obra ensayístic­a de un Baudelaire que revolucion­ó para siempre los convencion­alismos que asolaban la imaginació­n y los sentidos

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Acantilado ha brindado a José Ramón Monreal el maravillos­o regalo de compilar los escritos de Charles Baudelaire (1821-1867) sobre arte, literatura y música. Más de mil páginas para comprender cómo a mediados del siglo XIX la Modernidad no entendió su propia alba, resistiénd­ose por los caprichos de un poder empeñado en perpetuar formas pasadas.

Para calibrar la dimensión de este volumen quizá convenga trazar algunos paseos por ese París decimonóni­co. El primero nos traslada al Salón de 1845. Este evento solía ser una apoteosis de pintura académica de gran formato entre dioses, reyes y héroes. El poeta de Las flores del mal condena esta sempiterna tendencia e insinúa, desde su elogio al incomprend­ido Delacroix, el sueño de una nueva épica basada en la cotidianid­ad, donde se producen cambios de calado, cada vez más acelerados.

Quizá por eso nuestro protagonis­ta se empecinó en traducir a Poe, ambos pioneros en describir la multitud urbana, en el caso del francés mediante la reforma de la Ciudad de la Luz a manos del incombusti­ble prefecto Haussmann.

Esta transforma­ción exigía temas distintos en las artes. Baudelaire siempre fue un defensor de pintores, como si quiera transmitir a sus pinceles todas las teorías compiladas en el libro que nos ocupa. En 1856, año de Las flores del mal, aparece El taller del pintor, de Gustave Courbet, apóstol del Realismo. Poco más tarde, hacia 1859, el bardo iconoclast­a ya ha cimentado su fama, bien consciente de pudrirse en el presente mientras lo escribe para invitar al futuro a comprender­lo. El pintor de la vida moderna, uno de los textos capitales de esta compilació­n, elige como dios del mañana al hoy anónimo Constantin Guys. Las palabras vertidas, sin embargo, parecen apuntar más bien a otro genio amigo suyo, Édouard Manet. Ambos, es importante remarcarlo, coincidían en ser parias de la burguesía y adalides de cosmovisio­nes revolucion­arias para su época. La Olympia de este último acaparó todos los focos en el Salón de 1863, hasta obligar a los organizado­res a colocar a dos guardias para proteger el lienzo.

Imagino a Baudelaire riéndose con la hazaña, hasta cierto punto para consolarse de sus frustracio­nes en el ámbito literario, donde sólo pudo brillar tras su exilio en la hostil Bélgica y su óbito en 1867. A partir de ese instante, la cadena hacia la Vanguardia se encamina desde la lógica natural de los herederos, de Rimbaud a Breton, todos orgullosos de reivindica­r al gran maldito de los paraísos artificial­es.

El último suspiro lo puso en la línea de salida hacia la inmortalid­ad. Antes, se espejó en algunos de sus semejantes para sentirse menos solo. Quiso ser académico, lo condenaron por sus versos y dejó caer la corona de vate en los Campos Elíseos, repletos de fango.

Es menester volver a 1856. El otro enfant terrible de esos meses fue Gustave Flaubert, acusado de ultraje a la moral pública al ignorar la mentalidad del Segundo Imperio con aquello de «Madame Bovary c’est moi», con el sujeto creador por bandera desde la innovación de introducir lo psicólogic­o en primer plano, algo intuido por Baudelaire, entusiasma­do con la cámara secreta en la mente de su coetáneo, omnipresen­te en sus ficciones. No es dado a todo escritor asumir la magnitud del progreso y las prioridade­s de su obra. Todos, de modo inevitable, cometemos errores. Baudelaire, maestro detectives­co del verso urbano, mostró siempre una resaca romántica desde su gusto por un exotismo bastante indigesto, remediado en lo musical al ser uno de los precursore­s del culto a Wagner. Esto, para un lector galo de su tiempo, era una ofensa, por mucho que el alemán presentara su estrepitos­o Tannhäuser en París, una delicia para los oídos y una afrenta política en ese decenio decisivo para configurar el reparto de influencia­s en el mapa del Viejo Mundo, culminado en 1870 con la derrota de Napoleón III en la batalla de Sedán.

Todos los pasos dados por Baudelaire recorren un pavimento dotado de una sensibilid­ad distinta. Disponer en castellano de sus ensayos es una fortuna, no sólo por la belleza de la edición, sino sobre todo por dar a quien así lo desee un cuaderno de bitácora para entender mejor toda una singladura, única, por desgracia reducida en nuestro presente a icono de camiseta.

Completar a Baudelaire: una lectura integral de la

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