El Mundo Primera Edición - La Lectura

Elogio de los libros pequeñitos

Andrés Trapiello

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Los mejores libros de nuestra juventud los hemos leído en ediciones baratas, malamente editados y feos. Juan Ramón Jiménez, la excepción a la regla, se tomaba estas cuestiones muy en serio y se refirió a las tipografía­s desmangada­s de una manera muy graciosa: «mazorrales». La idea que se tenga de la fealdad, sin embargo, cambia con los años, y a algunos de los libros que pueden llamarse mazorrales les empezamos a encontrar un gran encanto, como si fueran melodías de arrabal. Sucede con dos coleccione­s clásicas, la vieja Austral de ásperos papeles y tipos asténicos, y sobre todo la chilena Zig-Zag, los joviales libros de bolsillo que cuidó Amster, el mejor tipógrafo del siglo XX.

Yo no sé cuándo empezó exactament­e a llamarse a los «libros portátiles o de faltriquer­a» «libros del bolsillo» (lo sabrá Pedro Álvarez de Miranda, seguro). Se les llamó también en el siglo XVI «ediciones aldinas», porque fue Aldo Manuzio quien marcó la pauta de esos libros llamados también «enquiridio­nes», porque cabían en la mano. Yo conozco estos extremos por Gabriel Sánchez Espinosa, que ha estudiado a los dos Sancha, padre e hijo, impresores del siglo XVIII. De uno de ellos tengo un Garcilaso diminuto. Parece el ejemplar de una princesa de Liliput. No es más grande que un naipe. Desde siempre se han editado libros en dieciseisa­vo, porque se necesitaba­n en un viaje, en la posada, en el carmen recoleto. A veces ni siquiera eran para leer (hay que tener vista de lince o ver moscas en el horizonte para atrevernos con tales letras-pulga), sino para darse algo de compañía, sobre todo los solitarios.

En el siglo

XIX, el de los solitarios por antonomasi­a, se editaron muchos de ese tamaño. Cabrerizo, el editor romántico valenciano, se especializ­ó en ellos, y son hoy muy apreciados.

Por Azorín llegó uno al Bosquejill­o de la vida y escritos de don José Mor de Fuentes, editado en 1836 en Barcelona. Mor de Fuentes, bonapartis­ta y liberal convencido, llevó una vida de lo más ajetreada por Francia y España, para acabar en su pueblo natal, Monzón, donde buscó la paz de sus últimos años. A Azorín le gustaba de él el modo tan sencillo de contar hechos sobresalie­ntes, descomunal­es a menudo, y su admiración no era ajena al formato tan minúsculo en que lo hizo.

Hoy ha llegado a mis manos el último de estos libros, recién publicado. Lleva el atractivo título de Liturgia de los días. Un breviario de Castilla. Libro extraño y admirable, las dos cosas. Azúa ha escrito de él. ¿Su autor? José Antonio Martínez Climent (Alicante, 1965). Buscando su biografía, se dice en la solapa que anduvo en «proyectos de investigac­ión en ecología de aves rapaces y mamíferos en Finlandia, Estados Unidos, Reino Unido y España (…), adjunto al Circo Gran Fele y cofundador del Oicop en Valencia, rama en tono disidente, daliniano, del surrealism­o». Ese humorismo me recordó a aquel vanguardis­ta, Navarro i Borràs, cuya vida resumió Bonet en siete palabras: «Poeta en valenciano y pintor de abanicos».

El biólogo Climent, un humorista sutil como Mor de Fuentes, se ha retirado en un pueblo de la región de Cigales. De su retiro va este libro y de la naturaleza, pero también de la estupidez moderna en idolatrarl­a. Al fin y al cabo todo paisaje es un constructo, nos dice: «No hay una sola estatua en mi jardín, y cuando ya esté ‘mort de mort et traspassé’, nada me recordará más que estas líneas», nos confiesa en una de sus raras confidenci­as sentimenta­les, recordando a Pla, otro agrario ilustrado, como él («el campo es un mundo hostil, abandonado, dominado por la pereza mental más espantosa y las reminiscen­cias místicas más grotescas»). Todo su libro está escrito contra tales reminiscen­cias desde un profundo amor por la vida retirada. Cita a algunos maestros, Jiménez Lozano, Delibes o Ferlosio, pero tiene Climent tanta personalid­ad y un castellano tan cuidado y natural que podemos añadirle a la lista de estos maestros naturales. Lo ha contado en octavo para la faltriquer­a con una voz apagada que le convierte ya en el imprescind­ible compañero de viaje de todos los solitarios. «Solitarios del mundo entero, uníos», parece estar diciéndono­s.

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Desde siempre se han editado libros en dieciseisa­vo, porque se necesitaba­n en un viaje, en la posada, en el carmen recoleto. A veces ni siquiera eran para leer, sino para darse algo de compañía

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