El Mundo Primera Edición - La Lectura
MI MAMÁ ME MIMA
En una conversación que empezó de la manera más trivial y terminó con cierta tirantez, un amigo quiso convencerme de que debía tener hijos
Casa sin madre, río sin cauce». «Amor de madre, que lo demás es aire». «Madre no hay más que una». Ay, las madres. Son muchas las frases terribles de nuestro fecundo acervo refranero que nos han llevado y nos llevan a su idealización, su poetización, y, como consecuencia, a un horror sin remedio por su ausencia. Una alarma que se mantiene en el tiempo. Crecemos entre nociones asumidas sin previa reflexión individual, dichos que generan en nosotros una dependencia más emocional que física y que forma una atadura que deviene insoportable para las dos partes en juego: progenitoras y vástagos. La madre entregada. La madre bondadosa. La madre que espera. La madre sacerdotisa, la madre sabia. La madre amorosa y siempre presente. Constantemente disponible para acunar, consolar, dar excelentes consejos. ¿Cómo cumplir con tanta expectativa? La madre fuerte, segura, transmutada en brazos que rodean y en blandura que calma. La madre heroína y comprensiva. La madre que nos aporta lo que nos falta. Que no nos falla. No nos traiciona. Que es más que una mujer, una diosa del cariño, del afecto. Que nos asiste, nos cuida. ¿Qué mujer podría soportar y satisfacer semejantes pretensiones? ¿Por qué nos empeñamos en mantener y alimentar estas exigencias?
Jane Lazarre, en El nudo materno (1976), dice: «Mi madre murió cuando yo tenía siete años. Durante muchos años viví con la única obsesión de encontrarla: veía a cualquier mujer y enseguida fantaseaba con ella». La madre se convierte en un ser celestial, beatífico, sagrado. De modo que no hay idea más aterradora que la de orfandad. Orfandad sigue siendo la palabra tabú. La que no se puede mencionar y en cuyo sentido no queremos ni reparar. La literatura está plagada de personajes huérfanos que tuvieron una infancia desconsolada y sombría, Jane Eyre, Oliver Twist, Pip, al igual que gran parte de los protagonistas de los cuentos de hadas, la Cenicienta, Blancanieves. En el relato Del enebro, la primera madre es buena y piadosa, y cuando nace su esperadísimo hijo, «un niño tan rojo como la sangre y tan blanco como la nieve», la mujer muere de alegría: «Cuando le vio, se sintió tan feliz, tan feliz, que se murió».
Niños tristes, abocados a una soledad a la que, paradójicamente, me condenaron a mí por el hecho, insisto en lo curioso del giro, de no querer ser madre. Hace unos años, a lo largo de una conversación que empezó de la manera más trivial y terminó con cierta tirantez, un amigo quiso convencerme de que debía tener hijos. Era imposible que la persona que por entonces era yo, con un trabajo más o menos estable, pareja y unos treinta y cinco años, no quisiera experimentar «lo mejor que le podía suceder a una mujer» y se arriesgara a que «se le pasara el arroz» y, por tanto, a «quedarse sola de por vida». Por supuesto, no era la primera vez que me exponía a las bienintencionadas opiniones de los demás al respecto, su tendencia a la perpetuación de su modelo familiar en la vida ajena.
En este caso, la mía. Como era amigo, decidí dar dos o tres amables razones, muy superficiales, de por qué no deseaba ser madre y por qué no lo había deseado nunca, y, con el fin de evitar el enfrentamiento, le pregunté por qué creía él que sí debía hacerlo, a lo que, muy convencido, me respondió: «Porque si no de vieja vas a estar sola. En Navidad. En tus cumpleaños… Sola».
La respuesta aún me estremece. No por el término y su significado ya que estoy acostumbrada a estar sola. Es más, busco el aislamiento para trabajar y, quizá como consecuencia lógica, hago que mis personajes vivan en un retiro constante. Más que la propia, la soledad que temo es la que genero en los demás por el hecho de necesitarla yo para escribir. Pero la soledad a la que me condenaba mi amigo de entonces no era la buscada, la voluntaria, sino una impuesta que caía sobre mí como una sentencia, una especie de castigo derivado de una decisión que a su vez se derivaba de un temperamento, el mío, incomprensible a sus ojos. Nunca quise ser madre, ni siquiera de niña, entre unas muñecas que no me despertaban ni curiosidad ni ternura. «Ya te llegará el reloj biológico», me decían. No me llegó. Y la presión fue considerable. Todos aquellos comentarios que me aseguraban que me iba a arrepentir, las voces que me llamaban egoísta, el mandato social que sigue insistiendo en que seamos megamaternales, divas de la procreación.
Sin querer ponerme apocalíptica, imagino que si este entramado de la advertencia y la intimidación sigue en pie se debe a que sale rentable. Esconde un propósito. Los lazos que unen en la familia son al final los que atan. La misma cuerda que proporciona vínculos es la que aprisiona mediante la trampa de esta idealizada conexión de la sangre. Recordemos que los cuidados siguen en las manos de siempre y que se da por hecho que hemos de autoexplotarnos de maravilla: las mejores madres, las mejores hijas, las mejores profesionales… Cualquiera daría en pensar que de nosotras, como del cerdo, se puede aprovechar todo. N
“Nunca quise ser madre, ni siquiera de niña, entre unas muñecas que no me despertaban ni curiosidad ni ternura”