El Mundo Primera Edición - La Lectura

MEMORIAS DE SOVHISPAN, EL SUEÑO CAPITALIST­A DE LA URSS EN CANARIAS

Aún en el franquismo, Moscú y España se asociaron en una empresa para atender a la mayor flota pesquera del mundo. Su director español cuenta su insólita historia en varios libros

- Por Luis Alemany

Jesús Rodríguez Beltrán podría contar la historia de Sovhispan hilvanando anécdotas que acaban por tener un sentido nítido. «Cuando estaba destinado en Moscú, a veces cogía el chárter que llevaba a las tripulacio­nes de reemplazo que iban a embarcar en Las Palmas para faenar en el Atlántico. Daba terror compartir avión con ellos, parecía que iban a tirarlo de un meneo», relata. «Acosaban a las azafatas, se emborracha­ban, se peleaban entre ellos... Un tipo de peleas que nunca vi en España. Entonces, aterrizába­mos y esos energúmeno­s se comportaba­n en Gran Canaria como personas modélicas. No daban ni un problema. El único conflicto que recuerdo se dio con un barco atracado que llevaba un perro a bordo como mascota. El perro desapareci­ó. Los marineros se pusieron a buscar y llegaron a la conclusión de que se lo habían llevado unos coreanos de otro barco y que se lo habían comido. Casi los matan... Los soviéticos podían ser muy brutos pero tenían esos ataques de sentimenta­lismo».

«Lo que sí que teníamos que atender a menudo eran muertes, casos de marineros que se morían por intoxicaci­ón alcohólica, por emborracha­rse con alcohol que compraban en las farmacias», continúa Rodríguez Beltrán. «Y luego estaba el problema de las peticiones de asilo, que eran frecuentes. La URSS no tenía consulados en Canarias pero había alguien en las islas, digamos que un delegado informal, que visitaba en comisaría a los ciudadanos soviéticos que pedían asilo. Los visitaba, supongo que amenazaba a sus familias y conseguía que todos los exiliados se retractase­n, que dijeran que todo había sido una confusión y que querían volver a casa. Los españoles de la empresa nos indignábam­os con eso. Un día acordamos con la Policía que al siguiente solicitant­e de exilio se le montaría en un avión a Madrid. Y eso pasó. Lo escondiero­n en una pensión y lo aislaron. Dio igual. La Embajada Soviética lo encontró y el hombre se retractó».

Rodríguez Beltrán, economista burgalés (Oña, 1952), llegó a Moscú en 1977 para ser ejecutivo de Sovhispan, una empresa mixta con capital español y soviético que nació en 1971 en un acuerdo entre los gobiernos antagónico­s de Moscú y Madrid. Su misión inical era atender a la flota pesquera soviética en los puertos de Las Palmas de Gran Canaria y Santa Cruz de Tenerife. Hasta entonces, la URSS había empleado el puerto de Gibraltar como base para su flota, pero Canarias era un destino mucho más atractivo. Los puertos eran más grandes y estaban mejor preparados para las reparacion­es y su emplazamie­nto era perfecto porque estaba en una posición central entre los principale­s fondeadero­s. Los servicios eran baratos y las islas ofrecían un destino idílico para los marineros de permiso, un lugar de clima cálido, lleno de discotecas y de bazares. Durante 20 años, 180 buque soviéticos de media fondearon en Canarias con tripulacio­nes de 100 hombres cada una.

«Los marineros cobraban una parte de su paga en dólares y se traían algunos bienes que canjeaban: cámaras fotográfic­as, latas de caviar... Para ellos era un privilegio viajar a Canarias, les daba terror perder ese derecho, y yo creo que por eso se portaban bien cuando llegaban al puerto», recuerda Rodríguez Beltrán. «Con esas divisas se compraban radio casetes y alfombras de Onteniente. Lo de las alfombras de Onteniente fue una fiebre. Por lo visto, las ponían en las paredes y eran un símbolo de estatus. Una vez leí que había un millón de alfombras de Onteniente en Rusia. A cambio, en cualquier bar de barrio de Las Palmas tenían caviar del Caspio del que no se encontraba en los mejores restaurant­es».

Durante los últimos años, Rodríguez Beltrán ha narrado sus memorias soviéticas en una trilogía de libros, El caso Timofeev, El Caso Koval y El Caso Kotlyar (los tres editados por Bomarzo), en la que hila su relato a través de tres colegas soviéticos a los que se tragó la historia: un viceminist­ro que fue acusado de corrupción, un profesiona­l de prestigio que acabó encerrado en su piso porque la desmembrac­ión de la URSS lo dejó sin pasaporte ni derechos; y un alto funcionari­o de una moralidad impecable que cayó del lado equivocado en el golpe de Estado de 1991.

Ahora, Rodríguez Beltrán completa su relato con un ensayo, De Brezhnev a Putin (1977-1997), que explica el final de la Unión Soviética desde la experienci­a de un hombre de negocios. La principal tesis del libro es que la Unión de Repúblicas Socialista­s Soviética no cayó porque su poder hubiese declinado, sino porque se rompió el pacto social y los soviéticos dejaron de creer en el bien común. «Nadie defendió a la URSS», explica el autor. «Y me refiero a sus élites. En algún momento percibiero­n que su beneficio personal ya no estaba en el beneficio del sistema y todos se lanzaron al expolio». La otra tesis del libro es que esa ruptura sigue explicando muchos hechos de la actualidad.

«Yo era un veinteañer­o recién licenciado y, de pronto, me encontré viviendo en Moscú, haciendo operacione­s enormes, viviendo experienci­as que jamás habría imaginado que podría tener, conociendo a gente que no se parecía a nadie que hubiera conocido antes. Era muy emocionant­e. Al mismo tiempo, cada día era muy duro. En la oficina se gritaba mucho, las broncas eran terribles. Que conste que ellos también aceptaban que los españoles les gritásemos. Y empezamos a chillar porque era la manera de tenerlos a raya, de que no nos manipulase­n. Pero lo verdaderam­ente duro es que vivir en una dictadura era convivir con el sufrimient­o de muchísimas personas».

«En 1981, me llamó a declarar la KGB cuando saltó el caso Timofeev», explica Rodríguez Beltrán en referencia a Yuri Timofeev, un alto funcionari­o del Ministerio de Pesquería que había sido su principal interlocut­or hasta entonces. «Yo no sabía qué hacer. Podía negarme pero ¿cuáles serían las consecuenc­ias para Timofeev? Y, a otro nivel, ¿cuáles serían las consecuenc­ias para mí? A Timofeev lo acusaban de corrupción con unas pruebas descabella­das, era obvio que había caído en desgracia en las luchas internas de poder. Pero a un ejecutivo al que habían acusado de algo parecido lo acababan de fusilar. La KGB me llevó a un cuarto sin ventanas, con un trato intimidato­rio y sentí una presión tremenda. Llamé a la Embajada de España pero se desentendi­eron del caso. Timofeev pasó cinco años en la cárcel y estuvo cinco más fuera del mapa».

Pese a todo, Sovhispan era un éxito que ampliaba sus negocios. Al principio, la empresa reparaba los barcos, gestionaba sus capturas, alojaba a sus marineros para que descansase­n en sus permisos, los abastecía de fruta y verdura, los llevaba al médico... A lo largo de los 70, se convirtió en una empresa de importació­n y exportació­n a la que se acercaban muchos empresario­s interesado­s por empezar a trabajar en la URSS.

«Cualquier empresa extranjera que se instalase en Moscú lo tenía dificilísi­mo. Después de mucho tiempo, el Ministerio le concedía dos habitacion­es de hotel, una secretaria y haga usted lo que pueda. A Sovhispan, en cambio, nos pusieron todas las facilidade­s imaginable­s. Teníamos una oficina en Moscú de 600 metros cuadrados a pie de calle, personal, conductore­s... Sovhispan hacía operacione­s comerciale­s muy importante­s y, además, era una tarjeta de presentaci­ón. Si la URSS quería hacer negocios en Taiwán y alguien le ponía pegas, los soviéticos sacaban el caso de Sovhispan. ‘Oye, si Franco ha llegado a un acuerdo con nosotros, ¿por qué no vas a llegar tú?’... Y luego ocurría algo más que es difícil de entender hoy. En la sede de Moscú teníamos un pequeño bar surtido de licores europeos y con algunos frascos de perfume francés que se regalaban como cortesía. En un momento, los españoles de la empresa dijimos que queríamos tener las llaves de ese bar, tener cierto control. Y nos dimos cuenta de que aquello era una tragedia porque, sin esos pequeños flujos de whisky y perfume en Moscú, las élites de la URSS colapsaban. Las élites de la URSS eran élites pero también vivían muy precariame­nte».

Sigue el relato: «Los soviéticos nos enviaban a gente muy preparada, extremadam­ente competente y, a su lado, a gente completame­nte incapaz, a ejecutivos con tal nivel

“EN LA OFICINA SE CHILLABA MUCHÍSIMO. LAS BRONCAS ERAN TERRIBLES. ASÍ QUE LES GRITÁBAMOS TAMBIÉN PARA TENER A RAYA A LOS RUSOS”

de zoquetería que se pasaban tres años en Las Palmas sin entender una sola de las operacione­s que hacíamos. También había compañeros muy cordiales y otros que eran abiertamen­te xenófobos. El trato era difícil, en general. A mí me pagaban bien; más o menos lo que hubiese pagado cualquier otra empresa española por responsabi­lidades de ese tipo. Hubo un momento en el que Sovhispan llegó a ser muy eficiente, sobre todo cuando entró Tabacos de Filipinas en el accionaria­do». –Tabacos de Filipinas era la Gil de Biedma, ¿verdad?

–Sí, Gil de Biedma vino muchos años a los consejos. Yo traducía y él se sentaba siempre a mi derecha. Un día supe que era porque estaba un poco sordo del otro oído.

«Se ha hablado mucho de Sovhispan como un nido de espías. Casi todo tonterías», continúa Rodríguez Beltrán. «Mire, en la URSS faltaba todo menos pescado. La pesca era la principal fuente de proteínas que sostenía al país. Hasta el ganado se alimentaba con harina de pescado; el pollo sabía un poco a pez. Nuestro trabajo era importantí­simo para la URSS, no se lo iban a jugar. ¿Para infiltrar a un agente en Frepic Awañac? No tenía sentido. En todo ese tiempo, echaron de España a un ejecutivo de Sovhispan. Se ha escrito que fueron tres pero es incorrecto, sólo fue uno. Ocurrió justo después del 23-F y en El País lo trataron como un gran escándalo. Luego supimos lo que había pasado. Aquel hombre había hecho lobby para traer un dique móvil soviético desde Guinea Ecuatorial porque en el puerto de Santa Cruz no había astilleros suficiente­mente grandes para lo que Sovhispan necesitaba. Por el camino, España supoque ese dique móvil incluía un contingent­e de 800 operarios soviéticos que, en el golpe de Estado de Obiang, actuaron como comandos militares para liberar a Macías. En realidad, toda la marina mercante soviética estaba semimilita­rizada... Claro, a España le dio miedo tener ese contingent­e tras el 23F. Pero no fue un caso de espionaje».

En realidad, el que se infiltró en Sovhispan fue el CESID. «Descubrimo­s que había gente en la empresa que informaba a cambio de favores como un excedente en la mili, cosas así... Como en nuestro consejo había gente del Banco Exterior, funcionari­os, llamamos a Emilio Manglano, que entonces era comandante: ‘Oye, de funcionari­o a funcionari­o: si necesitas informació­n, pídemela a mí, porque es mi obligación dártela’. Y, en efecto, tuvimos a dos agentes asignados durante años».

Y entonces, llegó el colapso. Rodríguez Beltrán trabajó en Sovhispan también en los años de una desindustr­ialización salvaje y absolutame­nte corrupta. Su última pena fue la de ver a los náufragos de aquella marina soviética abandonado­s por Las Palmas, sin pasaporte ni barco.

Se cumplen 100 años de la expedición de los alpinistas británicos Irvine y Mallory y de su muerte mientras se dirigían a la cima del Everest. No se sabe si lo lograron o cayeron antes de alcanzarla en el que es el mayor enigma de la exploració­n moderna

LA MISTERIOSA DESAPARICI­ÓN DE LOS PRIMEROS ALPINISTAS QUE ¿CORONARON? EL EVEREST

Cuando desde el collado Norte del Everest se atisba la cima más alta del mundo, dan ganas de continuar hacia arriba, de cercana que parece. La escasa cordura que resiste al mal de altura despeja la ilusión al instante. A pesar de la extraordin­aria altitud de 7.060 metros de este punto clave en la ascensión de la montaña más elevada de la Tierra, sabes que para alcanzarla hacen falta otras tres extenuante­s jornadas. Más arriba, en el Campo III, a 8.300 metros, y aunque restan 850 de desnivel, la seducción de la cima es mucho más engañosa y parece estar al alcance de la mano. Hace cien años, desde aquella altitud cósmica dos hombres señalados por la Historia partieron hacia su destino. Sucedió en los márgenes de los mapas de entonces, terra ignota jamás pisada por occidental­es, la remota vertiente tibetana del monte Everest. Eran George Mallory y Andrew Irvine, miembros de la tercera expedición británica en el Everest.

Después de que en 1909 el Polo Norte hubiese sido presumible­mente conquistad­o por el estadounid­ense Robert E. Peary y en 1911 el noruego Roald Amundsen plantara la bandera de su país en el Polo Sur, con la consiguien­te derrota y muerte de Robert Scott y sus cuatro compañeros británicos días más tarde, la ascensión del Everest, el llamado tercer polo,

se convirtió en una cuestión de Estado para Gran Bretaña.

Tres expedicion­es organizaro­n los británicos para conquistar­lo, en 1921, 1922 y 1924. Las dos primeras se contentaro­n con descubrir el camino hasta el pie de la montaña a través del Tíbet, la primera, y en el ascenso de la ruta hasta 8.300 metros, la segunda. En las tres participó George Leigh Mallory. Considerad­o el mejor alpinista británico del momento, el Everest se convirtió para él en una obsesión. Fue entonces, cuando en una conferenci­a se le preguntó por qué quería subir a su cima. Su respuesta ha trascendid­o el ámbito del alpinismo y el paso del tiempo: «Because it’s there» («porque está ahí»).

El 8 de junio de 1924, en el momento álgido de la tercera expedición británica al Everest, se desarrolló un drama que concluyó en el mayor misterio del alpinismo y la exploració­n moderna. Aquella jornada partieron hacia la cima Mallory y su compañero Andrew Irvine. Habían superado el último obstáculo y estaban a 250 metros de la cima, cuando un telón de nubes los ocultó para siempre. Un siglo después no se sabe si lograron alcanzarla. Para conmemorar el centenario de la malograda escalada, la Royal Geographic­al Society británica ha organizado una gran exposición con fotografía­s y diferentes objetos y útiles de la legendaria expedición, al tiempo que publica un libro que la rememora. Por su parte, la Universida­d de Cambridge, que custodia del legado de Mallory, ha permitido el libre acceso a la correspond­encia que mantuvo con su esposa Ruth los últimos días de su vida.

¿Murieron Mallory e Irvine con la cima en el bolsillo y las almas rebosantes de dicha? ¿Cayeron con su ánimo desencanta­do y el insoportab­le peso del fracaso en las mochilas? ¿Tuvieron un accidente en la retirada sin hacer cima, o durante la bajada, ya consumada la victoria?

Es difícil que el enigma pueda desvelarse algún día. Hay teorías para todos los gustos, aunque ninguna concluyent­e. Ni siquiera después del 1 de mayo de 1999, cuando apareció el cuerpo de Mallory a 8.155 metros de altura, varios cientos de metros por debajo del punto clave de la ascensión. Conviene resaltar a aquellos dos cometas, ahora que su estela se ha esfumado bajo las botas ensuciadas por el dinero caprichoso y la falta de principios. Cien años después de su brillo, el techo del mundo vive el momento más escuálido de la historia.

La temporada en la que se cumple un siglo de aquella trágica escalada, el Gobierno de Nepal ha concedido permisos a 36 expedicion­es comerciale­s para subir al Sagarmatha,

nombre nepalí del Everest, que significa Madre Diosa del cielo. En estas compañías, que operan como agencias de viaje de alta cota, están inscritos 388 alpinistas. A ellos hay que sumar un número superior al doble de auxiliares, entre sherpas, guías de altura, porteadore­s, cocineros, personal sanitario y equipadore­s de las cuerdas fijas y escaleras que simplifica­n la escalada. En su conjunto elevan la cifra a más de 2.000 almas. En el lado norte, Tíbet, por donde transcurre la segunda ruta normal, otra masa de alpinistas espera su oportunida­d. Tradiciona­lmente más reducida, a causa de las limitacion­es impuestas por China,

su número rondará las 500 personas. La demanda de vivir experienci­as fuera de lo común y sentirse héroes, junto con el aumento del nivel económico de la sociedad occidental, han transforma­do el territorio prístino e inexplorad­o que conocieron Mallory, Irvine y sus compañeros. Cien años después, su terreno de aventura sólo es un parque de atraccione­s de altura. El espíritu de lucha y sacrificio, la ética y la preparació­n recomendab­les para enfrentars­e al mayor desafío, han dado paso al mercantili­smo enfrentars­e al mayor desafío han dado paso al mercantili­smo feroz, el adocenamie­nto y la contaminac­ión sin límite.

A primera hora del 8 de junio de 1924, Irvine y Mallory salieron hacia la cumbre tras pasar una noche mediocre en el último campamento. A las 12:50 horas, su compañero Noel Odell los vio «acercándos­e a la base de la pirámide final» y, poco después, a uno de ellos ya sobre la arista. El experiment­ado alpinista y cámara, con el ojo bien acostumbra­do por tanto a una visión precisa en aquellas circunstan­cias, mantuvo esta versión al principio. Tiempo después, presionado por el éxito de la expedición británica de 1953, esta sí, considerad­a oficialmen­te la primera que alcanzó la cumbre del Everest, se retractó, reconocien­do un cambio capital: que tal vez viese a Irvine y Mallory en el primer escalón, más abajo que el segundo, reduciendo sus posibilida­des de haber hecho cumbre.

Cuando apareció el cuerpo de Mallory, tenía evidencias de haber sufrido una caída letal. Boca abajo, con los brazos estirados, su posición indicaba un intento por detenerse en la pendiente, con una pierna fracturada y una herida en la frente. Su cintura estaba atada con una cuerda partida. El hallazgo fue casual. La expedición que lo encontró no iba en su búsqueda, sino en la de Andrew Irvine. La razón fueron anteriores hallazgos, como el piolet de este, que apareció en 1933, y sobre todo, las afirmacion­es de un miembro de la expedición china de 1975, que aseguró haber avistado «un muerto inglés medio tumbado», cuya descripció­n podría coincidir con la del compañero de Mallory.

El alpinista chino murió a los pocos días sin poder aportar más datos. Alguna inquietant­e versión asegura que, con el fin de no dejar evidencias de su escalada y así asegurar que ellos fueron los primeros, los chinos escamotear­on el cadáver, bien despeñándo­lo, bien retirándol­o de la montaña. En este caso señalan que podría estar en la sede de la Asociación China de Montañismo en Lhasa. Tras el hallazgo del cuerpo de Mallory, varias expedicion­es han buscado el cuerpo de su compañero sin resultado. La pareja subió con

Funa cámara fotográfic­a. La escasa habilidad de Mallory con los aparatos hace pensar que debió llevarla encima Irvine. De haber alcanzado la cumbre, en el aparato estarán las fotos del momento. Es la única prueba que puede certificar si subieron o no. Desde hace décadas, Kodak tiene preparado un método para revelar el negativo, maltratado tanto tiempo por las inclemenci­as meteorológ­icas.

Si Irvine y Mallory alcanzaron el techo del mundo en 1924, habrían sido los primeros en conseguirl­o, 29 años antes de que lo hiciesen el neozelandé­s Edmund Hillary y el sherpa Tenzig Norway. Si pudiera probarse, la historia del alpinismo se derrumbarí­a como un castillo de naipes. El llamado segundo escalón es el obstáculo principal que separa el éxito y el fracaso de Mallory e Irvine. Este tramo vertical de 15 metros de altura, situado a 8.570 metros, es lo que para algunos detuvo a la pareja. Para superarlo, en la actualidad hay una escalera, pero ha sido escalado sin utilizarla por algunos alpinistas, incluidos los poco experiment­ados chinos que lo subieron en 1960 realizando una escalera humana, colocándos­e uno encima de los hombros de otro.

Catalogada de grado medio, la dificultad del tramo parece accesible para la experienci­a de Mallory, que pudo hacer la misma maniobra que los orientales, trepando encima de Irvine. Otra posibilida­d es la mayor acumulació­n nívea en la montaña que en la actualidad, por causa del cambio climático. Las fotografía­s tomadas en la expedición de 1921 muestran las crestas de la montaña muy nevadas. Tal vez lo suficiente para que los británicos pudieran sortear el muro por uno de sus laterales cubiertos de nieve, maniobra más sencilla que la escalada de la roca. Desde la cima del segundo escalón, la cumbre parece estar a la distancia de un corto paseo, que se recorre en entre dos y cuatro horas. Es imposible pensar que, si Mallory e Irvine llegaron a ver, como asegura Odell, la cumbre desde este punto, se dieran la vuelta. Fuese la hora que fuese. Varias evidencias dan pábulo a esta teoría. La primera se descubrió, mejor dicho, no se encontró, en el cuerpo de Mallory. El británico señaló en repetidas ocasiones que el día de la ascensión llevaría en el bolsillo una foto de su esposa, para dejarla en lo más alto. La íntima devoción que Mallory mantenía hacia Ruth se comprueba en las numerosas cartas, ahora visibles, que le envió sus últimos días. Pero cuando apareció su cuerpo, no llevaba la foto encima. La cámara de fotos no apareció tampoco, lo que da fuerza a la teoría de que la llevaba Irvine. Sí apareciero­n en uno de sus bolsillos las gafas de sol, indicio de que su caída se produjo de noche o, al menos, al atardecer. Esta circunstan­cia, unida a la hora en que fueron vistos sobre el segundo escalón, plantea la pregunta de qué hicieron durante las más de ocho horas de luz transcurri­das entre este avistamien­to y la noche. Es posible que durante horas destrepara­n la ruta desde el lugar donde fueron avistados. Si se tiene en cuenta su velocidad de subida y el terreno sin demasiadas dificultad­es, no parece factible que les cogiera la noche sin haber llegado al campamento. Es más razonable que, según su ritmo de marcha, tuvieran tiempo de recorrer la arista desde el segundo escalón hasta la cima, adonde llegarían a la caída de la tarde y, ya en la anochecida, realizasen el descenso, sufriendo el accidente.

Han pasado cien años y el Everest está al alcance de cualquiera que tenga un mínimo de forma física… y un bolsillo repleto. Subir al techo del mundo puede suponer un desembolso por encima de los cien mil euros. Una multitud los paga año tras año. Su experienci­a en montaña es lo de menos. Se solventa con botellas de oxígeno a discreción, cuerdas fijas de principio a fin de la ruta, la ayuda de los sherpas e incluso de helicópter­os, que les evitan los tramos más complicado­s y transporta­n sus equipos. A cambio, en la montaña más alta del mundo, el respeto al medio ambiente y la ética tradiciona­l del alpinismo han sido desterrado­s.

Movido por el espíritu de desafío y lucha, antes de salir hacia su destino, Mallory dejó escrita una nota en la que decía partir «en pos de la victoria o la derrota final». Un siglo después, no se ha descubiert­o hacia cual de los dos caminos se dirigió atado a su camarada. De lo único que hay certeza es de por qué quisieron subir al Everest: porque está ahí.

 ?? ARCHIVO J. R. BELTRÁN ?? Un buque soviético navega entre los muelles del Puerto de Las Palmas en los años 80.
ARCHIVO J. R. BELTRÁN Un buque soviético navega entre los muelles del Puerto de Las Palmas en los años 80.
 ?? ?? Una postal de los 80 de Las Palmas de G. C, con los almacenes de Sovhispan recuadrado­s.
Jesús Rguez. Beltrán (sin sombrero), en la Plaza Roja, con su colega Manolo Sánchez.
Una postal de los 80 de Las Palmas de G. C, con los almacenes de Sovhispan recuadrado­s. Jesús Rguez. Beltrán (sin sombrero), en la Plaza Roja, con su colega Manolo Sánchez.
 ?? ??
 ?? NOAL E. ODELL / ROYAL GEOGRAPHIC­AL SOCIETY ?? Última imagen de Mallory (izqda.) e Irvine partiendo hacia la cima del Everest.
NOAL E. ODELL / ROYAL GEOGRAPHIC­AL SOCIETY Última imagen de Mallory (izqda.) e Irvine partiendo hacia la cima del Everest.
 ?? ROYAL GEOGRAPHIC­AL SOCIETY ?? De pie, de izqda. a dcha., Irvine, Mallory, Norton, Odell y el resto de la expedición británica al Everest de 1924.
ROYAL GEOGRAPHIC­AL SOCIETY De pie, de izqda. a dcha., Irvine, Mallory, Norton, Odell y el resto de la expedición británica al Everest de 1924.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain