El Mundo Primera Edición - La Lectura

GULAG POR SER POETA

Cuando la revolución mostró su Lubianka real, Ajmátova, Brodsky, Maiakovski o Mandelstam comprendie­ron: para sobrevivir había que elevar el hermetismo. Ni con abrelatas se puede abrir sus versos

- Por Andrés Trapiello

“Doce o trece años después, Pasternak llamó al camarada Stalin para interceder por ellos. Se produjo entre él y Stalin una tensa conversaci­ón telefónica”

Se ha presentado El ruido del tiempo (Ed. Elba) como el pequeño libro de memorias de infancia y juventud del poeta ruso Ósip Mandelstam. Más que memorias, son destellos del antiguo régimen. «No es de mí de quien quiero hablar: más bien intento seguir la época, el ruido y la germinació­n del tiempo. Mi memoria es enemiga de todo lo personal. Si de mí dependiera, sólo arrugaría la nariz al recordar el pasado. Jamás pude comprender a los Tolstói, los Aksákov y los nietos de Bagrov, enamorados de los archivos familiares con sus epopeyas de recuerdos domésticos. Lo repito: mi memoria no es cariñosa, sino hostil, y no se esfuerza en reproducir el pasado, sino en rechazarlo. Un plebeyo no precisa de memoria, le basta con hablar de libros que ha leído para tener hecha su biografía…», dice en uno de sus últimos capítulos. La traducción de Hernández Busto es magnífica.

Publicó ese libro en 1925. Contaba entonces treintaicu­atro años y ya habían tenido lugar dos hechos decisivos en su vida: tenía en contra al Estado soviético y acababa de casarse con Nadiezhda, llamada a escribir no sólo el martirio de su marido, sino uno de los grandes testimonio­s de aquel infierno, Contra toda esperanza.

A lo que escribió él, prosa o verso, como a lo que escribiero­n la mayor parte de sus amigos (Ajmátova, Tsvietáiev­a, Maiakovski), no es fácil acceder. Para empezar, la lengua es una traba. El también poeta ruso Brodsky, que les dedicó unos ensayos llenos de llaves y aun de ganzúas, insiste siempre en el carácter de la lengua rusa y su importanci­a en ellos: rimas, cesuras, léxico. Es casi una advertenci­a, a medio camino del «quien no sepa ruso que no entre en esta obra» y «quien entre aquí, pierda toda esperanza de contar lo que verá» (cosa, por cierto, aplicable también a la poesía del propio Brodsky).

Tiene acaso una explicació­n: todos ellos (incluido el gran Pasternak, la excepción a la regla) venían del simbolismo, que ama las audacias de las correspond­encias. Cuando la revolución mostró su Lubianka real, comprendie­ron: para sobrevivir había que elevar el hermetismo a cotas más elevadas. Ni con abrelatas se puede a veces abrir sus versos. Y sin embargo a la mayoría de ellos los cruza un gran fulgor, tanto o más fulminante cuanto más oscuro es el paisaje que dejan tras de sí. De modo que la mayoría de sus poemas se han de atravesar apoyándose en esos relámpagos, como hacemos para cruzar un regato impetuoso, de piedra en piedra, con temor siempre de caer en el abismo.

En otra parte de este librito, Mandelstam asegura «que la revolución es, a la vez, vida y muerte, y no tolera cuando en su presencia se divaga sobre la vida y la muerte». Cuánta razón llevaba. Doce o trece años después su amigo Pasternak (que junto a Ajmátova había tratado de ayudar a unos Mandelstam proscritos por el régimen y condenados a morirse de hambre), llamó personalme­nte al camarada Stalin para interceder por ellos. Se produjo entre él y Stalin una tensa conversaci­ón telefónica. «No se trata de que sea un gran poeta», le dijo Pasternak. «¿Entonces de qué?», cortó impaciente el temible secretario general. Pasternak trató de ganar tiempo. «¿De qué? De la vida y la muerte», respondió, y Stalin colgó el teléfono. Todos los nuevos intentos de comunicar con él se vieron frustrados, refiere Pasternak en sus memorias.

«En las postrimerí­as de una época histórica, los conceptos abstractos huelen siempre a pescado podrido», dice Mandelstam, y añade acaso alegrement­e: «Es mejor el silbido, rabioso y alegre, de los versos rusos». A él le alcanzó el silbido rabioso y siniestro de la prosa rusa llamada comunismo en 1938. Acabó ese año en una fosa común del gulag al que había sido deportado por «actividade­s contrarrev­olucionari­as». Poco antes le había dicho a su mujer: «¿De qué te quejas? Este es el único país que respeta la poesía: matan por ella. En ningún otro país ocurre eso». Dejó tras de sí este librito, El ruido del tiempo, tan silencioso, en el que se ve cuánto mejor habría sido dejar al viejo régimen evoluciona­r por sí mismo, como sucedió en otros países civilizado­s, o sea, contrarrev­olucionari­os.

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Ilustració­n de Patricia Bolinches

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