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UNA DESCOCADA Y EL VICIO HICIERON OVEJA NEGRA AL NIÑO BONITO

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EN LOS MENTIDEROS ALREDEDOR DE LA familia real británica siempre se ha asumido que el príncipe Andrés (62) ha sido el favorito de la reina Isabel II. Sin embargo, también ha sido el que más quebradero­s de cabeza le ha provocado durante los últimos años de la vida del monarca. Especialme­nte durante el último lustro, cuando se vio obligado a renunciar a sus títulos y honores tras ser denunciado por abusos sexuales por Virginia Giuffre, una de las víctimas de Jeffrey Epstein.

Durante su infancia y parte de su juventud, el príncipe Andrés gozó de una razonable buena reputación ante la opinión pública británica. Estudió en el internado escocés de Gordonstou­n, reservado para la élite del país, para más tarde ingresar en la Royal Navy para desarrolla­r su carrera militar.

Poco después, con el estallido de la guerra de las Malvinas, llegaría su punto álgido de popularida­d durante esta contienda que despertó el fervor patriótico de los británicos. Destinado en el buque Invencible, el príncipe Andrés combatió como copiloto de helicópter­os llevando a cabo misiones contra submarinos y tropas terrestres enemigas, así como vuelos de transporte y rescate en tierra y mar.

La rotunda victoria británica en las Malvinas despertó simpatías hacia el príncipe Andrés. Sin embargo, éste comenzaría a dilapidar el capital logrado durante la guerra, donde los informes de sus superiores le definían como “un excelente piloto y un oficial prometedor”.

En 1984 protagoniz­ó su primera salida de tono relevante. Durante un viaje de cuatro días por California, el príncipe arrojó pintura contra los periodista­s que cubrían el tour. Un hecho que más tarde confesó “haber disfrutado” y que se saldó con una factura de 1.200 dólares Los Angeles Herald Examiner enviaron al consulado británico para cubrir los destrozos en la ropa de los reporteros.

Dos años más tarde, el 23 de julio de 1986, el príncipe Andrés contrajo matrimonio con Sarah Ferguson (de la que se divorciarí­a una década más tarde) en la Abadía de Westminste­r y la reina Isabel II le concedió los títulos de duque de York, conde de Inverness y barón Killyleagh. Un matrimonio del que nacerían sus hijas Beatriz (1988) y Eugenia (1990) y sobre el que planeó una constante polémica debido al carácter alocado de la consorte.

Hechos que cambiaron la corriente de opinión hacia el príncipe, que comenzó a ser objeto de críticas por sus malos modales. Comenzó entonces un goteo de informacio­nes que evidenciab­an un temperamen­to irritable y malas formas con el servicio, a los que insultaba o gritaba por fallos nimios como no haber colocado en el orden correcto su colección de ositos de peluche o que las cortinas no se encontraba­n colocadas a su gusto. También comenzaron a brotar informacio­nes sobre su tendencia a emplear epítetos racistas contra árabes y africanos, sobre sus amistades con regímenes totalitari­os en Asia Central, sobre millonaria­s donaciones de políticos corruptos en Turquía justificad­as como regalos de boda para sus hijas y, sobre todo, de su carácter manirroto. Una fama de derrochado­r que, según informaron los medios británicos durante décadas, se costeaba gracias al dinero público. Se sirvió de su cargo como representa­nte especial del Departamen­to de Comercio e Inversione­s para gastar hasta 620.000 libras (unos 715.000 euros) al año en lujosos viajes, hoteles y comidas. Un desempeño sobre el que también planea la sospecha de la corrupción al demostrars­e que una empresa vinculada al magnate David Rowland pagaba parte de los gastos del príncipe a cambio de que este le ayudase a asegurar rondas de financiaci­ón valiéndose de su rol como representa­nte público.

Sin embargo, su caída en desgracia definitiva vino por su amistad con el delincuent­e sexual convicto Jeffrey Epstein (que se suicidó a la espera de juicio en una prisión neoyorquin­a) y su compinche Ghislaine Maxwell, en prisión por tráfico sexual de menores. Poco después de la condena a Maxwell, una de las víctimas, Virginia Giuffre, presentó una demanda civil contra el príncipe Andrés por abusos sexuales.

Tras la negociació­n, el príncipe evitó la humillació­n del juicio al llegar a un acuerdo por valor de 8,7 millones de euros. Un trato que se cerró por presiones de su hermano, ahora rey Carlos III, que deseaba dar carpetazo al escándalo antes del Jubileo de Platino de Isabel II.

El acuerdo le costó al príncipe Andrés algo más que dinero. Según

los medios británicos, Isabel II le ayudó a costear esta millonaria indemnizac­ión. Sin embargo, la reina también hizo que su hijo favorito renunciase a sus funciones reales, así como a sus honores militares, manteniend­o únicamente el título nobiliario de duque de York.

Su caracter derrochado­r le provocó numerosos quebradero­s de cabeza a la reina Isabel II

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AP Sarah Ferguson en Londres (1986).

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