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EL SUICIDIO DE LA MADRE DE ÁGATHA RUIZ DE LA PRADA Y LAS AMANTES DE SU PADRE

La diseñadora desgrana en sus memorias su vida, llena de éxitos pero marcada por una familia desestruct­urada. Ágatha no se muerde la lengua y suelta bombas en cada capítulo. LOC adelanta en exclusiva un resumen de dos de ellos.

- ÁGATHA RUIZ DE LA PRADA

ÁGATHA RUIZ DE LA PRADA (62) SE HA abierto en canal en unas memorias que no dejarán a nadie indiferent­e. Ella misma ha reconocido que el libro es una “barbaridad” porque no omite los duros episodios que también han jalonado su trepidante vida, desde la colección de amantes de su padre y el suicidio de su madre hasta sus tres abortos. Mi historia (La Esfera de los libros), escrita con la colaboraci­ón del periodista Pedro Narváez, sale a la venta el 23 de noviembre. LOC adelanta un resumen de dos de sus capítulos más impactante­s.

EL MATRIMONIO DE MIS PADRES

A mis padres les llamábamos los “jefes”. Si se hubieran querido nos habrían ahorrado mucho dolor, pero aquella relación se torció desde el primer día. Mi padre estuvo a punto de casarse con María Elena Covarrubia­s, con la que se ennovió durante toda la carrera. Una semana antes, ella le mandó a paseo. No era para nada habitual romper un compromiso cuando quedaba tan poco tiempo para la boda. Mi madre también estuvo a punto de dar el “sí, quiero” a Íñigo Moreno de Arteaga, marqués de Laula. Durante toda su vida se arrepintió y me dijo que tenía que haberse casado con él. Mamá nunca disfrutó de sus decisiones, siempre tuvo el sufrimient­o en los ojos, oscuros en el fondo, como dos faros apagados.

Un día, los dos, mi padre y mi madre, se encuentran y a los seis meses se casan y consuman el desastre. La boda, por lo que me contaron, fue divertidís­ima, se celebró en casa de mis abuelos, Félix y Remedios (la llamábamos Mery) en Barcelona. Puedo escuchar desde aquí el eco, se me aparecen rodeados de toda la familia, guapos, alegres, cool. He visto tantas fotos de ese mundo tan ideal que es como si lo hubiera vivido. Mi abuelo le asignó un sueldo a mi padre y con ese dinero pagaban buena parte de sus gastos. Tener una sirvienta, para que nos hagamos una idea, costaba cien pesetas al mes, poco más de medio euro.

Al poco tiempo se dieron cuenta de que se habían equivocado. Fue un matrimonio caído en desgracia. A mi padre le encantaban las señoras, era muy mujeriego, casi un coleccioni­sta de amantes, y mi madre no fue en absoluto sumisa. Se parecía a Ingrid Bergman; se superponen en mi memoria imágenes en blanco y negro que subrayan esta afirmación: mi madre con un cárdigan gris y zapato plano pasando la mano por el pelo de delante a atrás, como lo haría un hombre.

Hace unos años me hicieron una entrevista en Argentina y aseguré que no hubo ninguna mujer sumisa en mi familia. Lo reafirmo. Mi bisabuela Águeda era mucho más rica que su marido, un chico que jugaba al polo. Sus amigas de la época le decían: “Oye, monina, ¿no te das cuenta de que este se casa contigo por tu dinero?”. Y ella contestaba: “Pues qué bien tener dinero para casarme con quien me dé la gana”. Mi bisabuelo fue muy guapo, mujeriego como mandaban los cánones, pero ella era la rica y la que mandaba.

Las que han tenido el cetro en mi familia siempre han sido mujeres, siempre, de ahí que mi madre no se sometiera a mi padre, ni que yo me haya sometido a nadie. Nunca. Quería más a mi madre, Isabel, la del etéreo dolor, pero admiraba más a mi padre. Ella siempre estuvo mal. Le diagnostic­aron un trastorno maníaco-depresivo. Mi padre era muy guapo. Muy atractivo. Muy pijo, lo más pijo del mundo, bien vestido siempre, moderno, creo que bastante esnob. Formaba parte de ese tipo de hombres en el que uno se fija si entra en una habitación. La elegancia se le suponía, pero tenía misterio y había muchas mujeres dispuestas a descubrirl­o. Como ya he dicho, cuando le preguntaba­n por sus hermanos contestaba que era hijo único, aunque eran once hermanos; le daba pereza los que venían detrás. Fui su hija preferida. El preferido de mi madre era mi hermano Manolo; se encontraba sola y le pareció que un hombre le daría más protección. [...]

Cuando crecí, la relación con mi padre

se deterioró

POR

hasta un límite que no hubiera imaginado. Se portó mal. Si a un hombre solo le interesan las señoras se convierte en un mal padre. Conservo buenos recuerdos de cuando era pequeña, pero todo cambió a raíz de la separación de mi madre. Fui amiga de muchas de sus novias. De hecho, el día que murió, hice lo imposible por encontrar a sus amantes para que asistieran al funeral. Revolví los listines de teléfonos. Llamé una a una a las que pude. Algunas me contestaro­n. Parece que mi padre quiso a muchas, pero ninguna de ellas era mi madre.

Mis padres se separaron varias veces, y cuando se produce la ruptura definitiva yo tenía quince años. En un primer momento, encontraba interesant­e que estuvieran separados. Me pareció divertidís­imo vivir entre Madrid y Barcelona. Me dolió más cuando crecí.

Recuerdo una fiesta en nuestro piso. Mi madre, por primera vez en su vida, pagó seis mil pesetas por un traje de Pertegaz. Pero llegó una señora, la novia de mi padre entones, que se había gastado mucho más. Allí no podía competir. Selina llevaba un espectacul­ar abrigo de armiño de un millón de pesetas. Mi madre supo que nunca sería la ganadora en el corazón opaco de mi padre. [...]

Mi padre, que había estado con las señoras más sofisticad­as de Madrid, se fue al final con la cajera de un banco que tenía dos hijos. Cómo sería la mujer que el juez, en aquella época, le retiró la custodia. Tenía dos años más que yo. Un día estaba con ella, le pedí su teléfono y me dijo que no me lo daba y que lo hablara con mi padre. No volví a dirigirle la palabra.

Él no fue un hombre cariñoso, es algo que tienen los Ruiz de la Prada, una simiente árida que solo germina en desapego. Fue muy buen profesiona­l, pero nunca tuvo un amigo.

Concluyo que a algunos de mis amantes les veo similitude­s con mi padre. Luismi, Luis Miguel Rodríguez, el dueño de Desguaces La Torre, que fue mi pareja, por ejemplo. Aunque mi padre era muchísimo más guapo. Una tía mía, la condesa de Sert, me decía: “Solo te gustan los canallas”.

Al contrario que mi padre, mi madre tenía miles de amigas, derrochaba humanidad y todo el mundo se lo reconocía, pero no estaba bien. La gente que no está bien posee más sensibilid­ad, pero alcanza cotas de angustia insufrible­s.

Parece que tuvieran que pagar por ello. Para una adicta al plan, como yo, compruebo que, desgraciad­amente, te invitan más en pareja que sola. En un primer momento, después de mi separación, pensé: “Mejor, si no callejeo tanto a lo mejor así adelgazo…”. Mi abuela sentía obsesión por el plan. Salía todos los días con su chófer. No le cabía en la cabeza quedarse en casa una tarde. Mi madre era igual. Adicta al plan. Así no se posaban pájaros en su mente anidada de fantasmas.

Que mis padres se llevaran mal resultó muy desagradab­le porque ella se tomó cada crisis a la tremenda. A pesar de ello, dormían juntos. En un cuarto colosal. A veces mi madre desayunaba, comía y cenaba en la cama. Le traían la comida en una bandeja con patitas. Había días que le daba pereza levantarse y conocerse.

EL SUICIDIO DE LA JEFA

“Luismi tiene similitude­s con mi padre, que era mucho más guapo”

“Mi madre se suicidó. Con pastillas. Escribió que lo sentía”

Me acuerdo de que la noche antes de la muerte de mi madre, un jueves, se había estrenado en el Festival Mozart de La Coruña la ópera Don Giovanni, para la que hice todos los trajes. José María Castellano dio en mi honor una fiesta espectacul­ar en su casa. El domingo tenía previsto cenar con Clinton en Mallorca. Esa era mi perspectiv­a. El viernes ya estaba en Madrid. Me llamó Cristina Palomares, mi colaborado­ra de toda la vida, a la que había llamado a su vez Fran Garrigues para que me avisara de que fuera rápidament­e a casa de mi madre, que había pasado algo grave. Mi madre se había suicidado. Con pastillas.

Llego ahí, estaba sola. “¿Esto qué es? ¿Qué ha pasado?”, me decía. No me lo podía creer. No me atrevía ni a mirarla del miedo que me daba. Llegó el juez. “¿Qué le pasa a su madre?”, me preguntó. “Tiene psoriasis, depresión, cáncer, tiene, tenía mal una pierna…”, no sabía ni qué decirle.

Apareció mi padre. Llamé a mis amigas. Llegó un empleado de la funeraria, que me preguntó: “¿Hora del fallecimie­nto?”. Yo dije: “Serían las diez y media o así”. No sé ni lo que respondí. Mi padre me contradijo: “Mentira, pero si me ha llamado a mí esta mañana”. Según él, que ya tenía la cabeza en otro mundo, habían discutido y luego se tomó las pastillas. Mi madre dejó escrito en un cuadernito que lo sentía y revelaba dónde estaba su testamento. Le di el cuaderno al juez.

Decidí llevarla a Barcelona, al panteón de mis abuelos. Quise que nos fuéramos todos en coche a Barcelona, incluidos sus nietos, pero no lo hicimos. El domingo estaba cenando con Clinton con la expresión ida.

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SERGIO ENRÍQUE

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