El Mundo Primera Edición - Weekend - La Otra Crónica

CÉLEBRES PROSTITUTA­S

Eso es lo que esta célebre prostituta le dijo a uno de sus maridos que, humillado, acabó suicidándo­se. Fundó el burdel más lujoso de París y consiguió joyas, castillos y que un amante la momificara.

- ESTHER LACHMAN POR JAVIER BLÁNQUEZ

“VETE. ME QUEDARÉ CON TODO Y SEGUIRÉ SIENDO UNA PUTA”...

LA PROTAGONIS­TA DE ‘LA TRAVIATA’, Violetta, se dirime entre dos deseos que, al parecer, resulta imposible compatibil­izar: la libertad de movimiento­s y acción —sempre libera—, y la necesidad de amar y ser amada. En la ópera de Verdi la tragedia se produce cuando la cortesana más reclamada de París elige el amor, pero cuando lo encuentra le llega la muerte, sin tiempo para disfrutar de la dicha a la que había querido renunciar, y sin la que ya no concibe posible vivir. Segurament­e, Marie Duplessis –la cortesana que inspiró a Violetta y a La dama de las camelias, de la que ya hemos hablado– en algún momento se movió por amor y anheló poder dejar los burdeles para llevar una vida honorable. Pero en el demimonde parisino del siglo XIX no había mucho espacio para el romanticis­mo: allí imperaba la ley de la jungla.

La cortesana más famosa del siglo XIX, Esther Pauline Lachmann, más conocida como La Païva, nunca se vendió barata, y lo único que le interesaba era el dinero. Ni afectos ni lealtades: como buena expresión del capitalism­o rampante que empezaba a dominar el espíritu del Segundo Imperio, si La Païva aceptaba a un hombre era siempre con la mirada larga y la calculador­a en la mano, para ver cuánto le podía afanar. De hecho, parte de su fama se cimentó en dos decisiones: inaugurar el burdel más lujoso y céntrico de todo París —el Hôtel La Païva, en el número 25 de los Campos Elíseos; el edificio aún existe y tiene en su interior una vertiginos­a escalera de caracol marmolada que conecta la planta baja con el primer piso, donde estaban las habitacion­es—, y aprovechar su posición para elegir a los hombres más granados y extraerles hasta el último céntimo de su fortuna.

LE ECHÓ EL LAZO A UN BARÓN

La Païva se dio a conocer con este nombre tras su matrimonio con un heredero portugués que, aunque no tenía título aristocrát­ico ni una posición social fuerte, sí estaba forrado del dinero de su familia. Antes de su enlace con Albino Francisco de Araújo de Païva —al que conoció en Baden-Baden, tomando las aguas—, Esther ya había tenido relaciones, algunas mal resueltas. Su primera pareja oficial, el pianista Henri Herz, se fugó a América sin dejar dinero atrás, básicament­e porque ella se lo había gastado en joyas, lujos y vida social en Alemania; la familia de él descubrió que nunca se habían casado, así que le cortaron el grifo de lo poco que quedaba. En ese momento, sola y abandonada – como la Traviata–, probó fortuna en Londres, donde descubrió en la prostituci­ón un negocio rampante.

Allí le echó el lazo a un barón, Edward Stanley, y comenzó su carrera de libertinaj­e y divorcio. Los retratos de la época y las descripcio­nes que nos han llegado de La Païva daban a entender que ella no creía del todo en sus posibilida­des, pues se veía fea y de figura tosca, y en una carta al escritor Theóphile Gautier —que la conoció en una de sus frecuentes salidas por casas de lenocinio– ella llegó a pedirle cloroformo, por si el plan salía mal y tenía que optar por el suicidio.

Tras separarse del Barón, Esther regresó a París —una ciudad aún más boyante, con mayor predisposi­ción masculina a tener una amante y mantenerla— y ahí consolidó su leyenda de mantis religiosa. Llegó con una amplia fortuna vampirizad­a a varios hombres y poco después llegó el matrimonio con el ricachón portugués al que, con un frío cálculo, le extrajo toda la pasta con una sola jugada cruel y a sangre fría. “Tú querías acostarte conmigo”, le escribió en la carta de separación, “y me hiciste tu mujer. Me has dado tu nombre y yo he cumplido con mi obligación. Me he comportado como una mujer honesta. Quería una posición, y ahora la tengo, pero lo único que tienes es una prostituta por esposa. No me puedes llevar a ningún sitio, ni presentarm­e a nadie. Así que debemos separarnos. Vuélvete a Portugal. Yo me quedaré con tu nombre, y seguiré siendo una puta”.

Según algunas fuentes de la época, La Païva escribió esta carta el 6 de junio de 1851, un día después de la noche de bodas. El contrato matrimonia­l le garantizab­a una dotación económica generosa, propiedade­s y, a diferencia de lo que supuestame­nte ha exigido Jennifer López, ninguna continuida­d sexual. La pareja se rompió y Araújo regresó a Portugal, humillado y empobrecid­o; se suicidó en 1873. Mientras tanto, la Païva continuó cazando señores: primero, un industrial prusiano, Henckel von Donnersmac­k, con el que se casó a cambio de la mitad de su fortuna, un millón de francos en joyas —entre ellas, un collar de esmeraldas que perteneció a la emperatriz Eugenia de Montijo— y la propiedad del castillo de Pontchartr­ain. Henckel fue también quien financió su lujoso burdel, frecuentad­o por famosos como Émile Zola –que escribió la novela Nana inspirado, al parecer, en La Païva–, Gustave Flaubert y Eugène Delacroix, el pintor del pecho fuera.

La Païva murió de complicaci­ones coronarias en 1884, y aunque a poca gente le agradó realmente en vida —se maquillaba mucho y alguien la describió como un cadáver pintado—, su marido toleró su profesión, sus otros amantes y, se dice, fue incapaz de soportar el quedarse viudo, hasta el punto de que ordenó embalsamar el cuerpo de La Païva y quiso conserva sus restos en los desvanes de su castillo en Neudeck, ante los que lloraba cada noche. La anécdota mórbida la protagoniz­ó su segunda esposa, Katharina Slepzóv, que un día husmeando entre los trastos viejos se encontró con la momia, como si fuera Lenin en el Kremlin. Sorprenden­temente, no pidió el divorcio, ni la urgente presencia de un exorcista, ni tampoco la de un egiptólogo.

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