El Mundo Primera Edición - Weekend - La Otra Crónica
EN LA MAYOR SOLEDAD
Tras conocer la trágica muerte de Diana junto a su amante en París, la primera intención de la reina Isabel fue que el cadáver se llevara a una funeraria de Londres y que esta se encargara de todo lo concerniente al entierro. Fue como si ni muerta quisiera verla. Pero los consejos del primer ministro Tony Blair y, sobre todo, la presión populachera que, como una marea histérica llegaba hasta Buckingham, la hizo cambiar. Nunca fue más humillada la reina que cuando, al paso del féretro, inclinó la cabeza en señal de respeto hacia quien no se había hecho respetar. Y aceptó, contra su voluntad, que se dieran entierro y funerales de Estado, con honores que no se merecía. No entraba en ninguna de las tres clases conocidas que el protocolo contempla: luto general reservado tan solo a los soberanos, luto de Corte, reservado a los representantes de la reina y luto de los servicios que obliga a llevar brazaletes
negros a todos los miembros de las fuerzas armadas. Pero lo de la desgraciada Diana fue, efectivamente, algo distinto: su cadáver, sobre un armón de artillería, tirado por caballos negros, recorrió los seis kilómetros que separaban el que había sido su hogar de la Abadía en los que se agolpaban tres millones de personas, presas de un histérico dolor colectivo, nada que ver con el dolor de los británicos por su gran reina.
Aunque los funerales eran de Estado, ninguna casa real reinante estuvo presente. Pienso que por solidaridad con la reina Isabel, la más afectada por el comportamiento de su ex nuera. España, por aquello del parentesco, se hizo representar a bajo nivel por la Infanta Pilar. Y los que asistieron estaban en la línea frívola de Diana: el cantante Pavarotti y su compañera Nicoletta, que no dejó de llorar (¿), Elton John, el cantante Sting, los actores Tom Hanks, Tom Cruise y su entonces esposa Nicole Kidman y los modistos Karl Lagerfeld, Valentino, Versace y David Emmanuel, que había diseñado su traje de novia.