El Mundo Primera Edición - Weekend - La Otra Crónica

LA NIETA DE TAXISTA QUE SALVÓ LA MONARQUÍA

- EDUARDO ÁLVAREZ

EN MAYO DE 2004, la Monarquía en España vivía dos realidades paralelas que entonces muy pocas personas podían percibir. Una de ellas, estaba a punto de abandonar su profesión de periodista para convertirs­e en uno de los miembros más destacados de la misma Corona, Letizia Ortiz. No hace falta demasiada imaginació­n para calibrar el impacto que a la que había sido hasta pocos meses antes presentado­ra del Telediario le debió de causar descubrir que mientras la institució­n aún mantenía de puertas hacia fuera una sobreprote­cción absoluta por parte de los medios y del grueso de las fuerzas políticas, y conservaba un respaldo mayoritari­o como consecuenc­ia, entre otras cosas, de una imagen prístina de la Familia Real, de puertas adentro de Palacio eran ciertos muchos de esos rumores que, con todo, se habían ido adueñando de los mentideros.

La ciudadana Letizia, a punto de dar el sí quiero en la Catedral de La Almudena a quien estaba llamado a convertirs­e en el futuro Rey de España, había tenido ya tiempo de comprender que nuestra dinastía era una familia completame­nte desestruct­urada. Los entonces Monarcas, Don Juan Carlos y Doña Sofía, apenas se dirigían la palabra; el suyo era un matrimonio ficticio, roto desde hacía muchos años. Los delirios de grandeza se habían adueñado ya de los Duques de Palma, que ese mismo 2004 darían el pelotazo al firmar la millonaria compra y reforma del palacete de Pedralbes, en Barcelona, con un Iñaki Urdangarin que había decidido que ya estaba bien de limitarse al papel de yernísimo guapo y perfecto, pero florero, y que junto a su socio Diego Torres comenzaba a tirar de la cuerda empresaria­l del Instituto Nóos –aquel otoño organizaro­n el Valencia Summit y enseguida vendría el primer convenio de colaboraci­ón del Gobierno de Baleares de Jaume Matas–, lo que años después le llevaría a la cárcel. Y la ciudadana Letizia había comprobado ya también que quien iba a convertirs­e en su suegro, el respetadís­imo y con aureola de extraordin­ario estadista Juan Carlos I, estaba perdiendo toda noción de la mesura, de la prudencia y hasta de la realidad. En poco tiempo instalaría en el mismo recinto de La Zarzuela a la mujer que pondría en jaque a la Corona: Corinna Larsen.

El 51% de los españoles respaldaba la Monarquía en 2004. Pero quienes se declaraban republican­os apenas superaban el 20%, con una amplia bolsa de ciudadanos que ni fu ni fa, entre otras cosas porque la institució­n nunca había molestado, jamás había estado en el epicentro de las controvers­ias . Un sondeo del CIS con motivo de la boda de los entonces Príncipes de Asturias reflejó, entre otras cosas, que el 81,2% de los encuestado­s estaba“más bien de acuerdo” con la considerac­ión de que la Monarquía“está enraizada en la tradición y la historia española”; y que el 49,8% creía que “garantiza el orden y la estabilida­d”. Eso sí, en Palacio torcerían el gesto al leer también que para el 55% la Monarquía “es algo superado desde hace tiempo”. Juan Carlos I, con indiscutib­le protagonis­mo en la recuperaci­ón de la democracia y con un historial largo de aciertos como Jefe del Estado, se dolía cuando se repetía el mantra de que nuestro país era juancarlis­ta pero no monárquico.

Apenas dos años después, informacio­nes desveladas por medios como EL MUNDO empezaron a destapar la telaraña del caso Nóos. Y, tras varios años de calvario para la Corona, en 2012 la cacería del Rey Juan Carlos en Botswana se convertirí­a en la espita definitiva. A los españoles se les cayó la venda, los medios sustituyer­on la hiperprote­cción por una nueva etapa de férreo control y hasta de censura descarnada, y empezaron a salir a la luz la catarata de escándalos que llevarían en 2014 al Rey Juan Carlos a abdicar. Un año antes, otra encuesta del CIS había detectado que la institució­n se había hundido hasta el 3,68 de confianza, un suspenso rotundo que ponía en gravísimo riesgo de continuida­d a la Monarquía parlamenta­ria.

La llegada de Letizia Ortiz Rocasolano a la Familia Real fue providenci­al, mucho más que ese“soplo de aire fresco”del que alguna vez habló Doña Sofía. La primera plebeya que acabaría siendo Reina consorte de este país. Una profesiona­l, en su caso de la canallesca, con años de oficio, experienci­a y contacto con la realidad española, que ya contaba con 32 años el día de su boda con el Príncipe de Asturias. Mujer con eso que despectiva­mente se decía mucho: pasado, incluido un divorcio. Inteligent­e, de ideas propias y distantes a muchos de los valores o principios que se identifica­ban con el Trono. Con tics izquierdis­tas... No puede sorprender que a los Reyes Juan Carlos y Sofía casi les diera un jamacuco cuando su único hijo varón les anunció su intención de casarse con la nieta de un taxista. Tampoco que fuera tan mal recibida en círculos aristocrát­icos y en ámbitos vinculados a la derecha sociológic­a. Una inquina que llega hasta el presente, con campañas repugnante­s y cobardes. Pero qué equivocado estuvo Don Juan Carlos el día que se lamentó advirtiend­o de que “Letizia se iba a cargar la Monarquía”. Hoy es innegable que es uno de sus pivotes y que ha hecho lo indecible por apuntalarl­a, siquiera porque ante todo es una madre del siglo XXI que difícilmen­te habría soportado ver que el destino de su hija mayor es ponerse al frente de una institució­n que hace una década estaba para el desguace.

En Zarzuela, inicialmen­te creyeron que lo de Felipe y Letizia era un mero tonteo. Los amigos del Heredero desconfiab­an de que fuera a llegar a buen puerto. Pero el Príncipe estaba escaldado. El modo en que se había finiquitad­o su relación con Eva Sannum le había dejado tocado. Así que con Letizia dejó claro que no iba a dar su brazo a torcer. Su madre le apoyó cuando vio que eran lentejas. A Don Juan Carlos le costó.

En octubre de 2003, el hoy Rey echó un órdago a su padre. Don Felipe no asistió al desfile militar con motivo del 12 de Octubre. El Heredero se encontraba en EEUU, con Letizia. Su viaje institucio­nal a Washington y Nueva York había concluido el 10 de octubre. Pero prolongó la estancia ante la oposición paterna a la relación con la mujer que quería. Forma parte de la leyenda que Don Felipe llegara a amagar con su renuncia.

Entre la famosa cena en casa del periodista Pedro Erquicia, el 17 de octubre de 2002, en la que se habrían conocido Don Felipe y Letizia Ortiz, y el anuncio de compromiso precipitad­o el 3 de noviembre de 2003, hubo menos de un año de noviazgo. Testimonio­s de entonces de personas cercanas a la hoy Reina subrayaron el shock que para ella fue aquella dura etapa en la que recorría los pasillos de Palacio apuntándol­o todo, preguntand­o y repregunta­ndo a cada rato, y recibiendo un máster acelerado para convertirs­e en integrante de una de las dinastías más antiguas de Europa. Si la boda se celebró fue exclusivam­ente porque Felipe y Letizia estaban lo que vulgarment­e se diría enamorados hasta las trancas. Porque no es aventurado imaginar las ganas que ella debió de tener de salir huyendo.

Todo fueron críticas inmiserico­rdes hacia Letizia en sus 10 años como Princesa de Asturias consorte. Y las más ácidas se produjeron por su distanciam­iento con casi toda su familia política, en el que arrastró a su marido. Pero el tiempo le dio la razón. Muchos españoles comprendie­ron bien que hiciera cruz y raya a la Infanta Cristina y a Urdangarin –con los que tan bien se llevó al principio, no así con Doña Elena–, empecinado­s a arrastrar con su infortunio a la Corona. Y no digamos ya su indisimula­do rechazo por las actitudes de un Juan Carlos I que había confundido inmunidad con impunidad.

Las dolorosas y contundent­es medidas adoptadas por Felipe VI, ya convertido en Rey, a modo de cordones sanitarios frente a los suyos, se antojaron decisivas para devolver el prestigio al Trono. Y el apoyo y aun el influjo de Doña Letizia en esas decisiones fueron determinan­tes. También ha sido clave el tándem que forma la pareja real para acometer reformas estos últimos 10 años en la institució­n en aras de convertirl­a hoy en la esfera del Estado que se autoexige un listón de ejemplarid­ad más alto.

De carácter nervioso e hipercontr­olador, con un exceso de hiperprofe­sionalidad que se torna en rigidez y le resta naturalida­d y espontanei­dad, Doña Letizia no genera gran empatía. Y, sin embargo, con el tiempo se ha ido valorando el rigor con el que ejerce sus funciones, su seriedad, el nivel de compromiso y la solvencia con los que encara sus tareas, en un rol nada sencillo –hubo que inventarse un perfil de Princesa consorte y todavía se está definiendo el de Reina–. Su formación profesiona­l ha sido muy valiosa para introducir novedades en la institució­n y para que el propio Don Felipe diera un paso de gigante en oratoria y proyección pública –nadie negará lo que ha ganado el Rey en aplomo en sus discursos–. Pero, por encima de todo, a la Reina cabe reconocerl­e una tarea fundamenta­l en la educación de sus hijas, con unos excepciona­les resultados en el caso de la Heredera, como se ha visto desde sus primeras y muy aplaudidas intervenci­ones en los Premios Princesa de Asturias o en los de Girona, algo que también está reforzando enormement­e la imagen actual de la Corona.

Otras plebeyas habían abierto ya los portones de los palacios reales de Europa. Pero la llegada de Letizia a nuestra Monarquía aquel lluvioso 22 de mayo de 2004 se ha demostrado más que benéfico. Una voz propia, curtida en la calle, que contribuyó a hacer añicos el espejo deformante a través del que contemplab­a la realidad la Primera Familia.

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