El Mundo Nacional - Weekend - La Otra Crónica

LA RAMERA DE LOS BAJOS FONDOS QUE LLEGÓ A EMPERATRIZ

La protagonis­ta de los mosaicos de Santa Sofía provenía de los más infectos burdeles de Constantin­opla. Después se hizo abolicioni­sta. Hoy estaría en el Comité Federal del PSOE.

- POR JAVIER BLÁNQUEZ

EN EL ANTIGUO IMPERIO BIZANTINO, SALVO los esclavos, nadie tenía peor considerac­ión social que las actrices y demás morralla del mundillo del entretenim­iento, que por entonces se articulaba alrededor de las carreras de carros en el hipódromo y los espectácul­os de doma de animales, mímica, magia y canto que se realizaban en los intermedio­s. Quien se dedicaba al circo era la hez de una sociedad todavía ampulosa e instruida, que recordaba aún la antigua gloria de Roma, y de la que el emperador de Constantin­opla era su guardián en Oriente.

Teodora llegó a ser emperatriz, y bajo su acción política –que desarrolló en condición de igualdad con su esposo, Justiniano I– Bizancio alcanzó su máximo pico de esplendor, llegando a reunir fugazmente los dos imperios del este y el oeste, restaurand­o unas fronteras muy próximas a las que, algo más de un siglo antes, había defendido el emperador Juliano, el Apóstata. Nada mal para quien había comenzado siendo una actriz de pantomima y tuvo como mayor logro profesiona­l, antes de conocer a Justiniano, haber sido prostituta de gama baja en los bajos fondos de lo que hoy es Estambul.

A lo largo de la historia se han dado casos admirables –y algunos edificante­s– de personas que completaro­n, con todo en contra, el más asombroso arco de ascenso de la miseria a la gloria: magnates del acero, artistas lumpen, incluso un caso en la realeza rusa —Catalina I pasó de campesina a zarina ilustrada—, pero nunca nadie había ascendido del burdel al trono, un salto tan vertiginos­o que ni siquiera historias como My fair lady o Pretty woman —que son básicament­e la misma— se habían atrevido a imaginar. Según el historiado­r Edward Gibbon —citamos de su Decadencia y caída del Imperio Romano—, el de Teodora fue un “extraño ascenso [que] no puede ser celebrado como un triunfo de la virtud femenina”, y sin embargo hay voces contemporá­neas que señalan a Teodora como una de las primeras feministas de la Historia.

Esa justificac­ión se sustenta en cómo aprovechó su acceso al poder para intervenir a favor de las mujeres desfavorec­idas de su imperio, cerrando burdeles y cuidando de las rameras de Constantin­opla

para que no volvieran a caer en el pozo de la indignidad; hoy, con toda certeza, Teodora sería una firme defensora de la teoría intersecci­onal y estaría en el Comité Federal del PSOE.

CAMBIO DE LEYES

A diferencia de la otra prostituta célebre de la antigüedad, la hetaira griega Friné —que se convirtió en modelo de muchas de las esculturas de Afrodita esculpidas por Praxíteles que todavía hoy se tienen como el súmmum de la gracia femenina en mármol—, Teodora no vendía su cuerpo por gusto, sino por obligación. Gibbon, que se basó en los textos del historiado­r bizantino Procopio, contemporá­neo de la emperatriz y protegido de Justiniano, detalló que la belleza de Teodora era célebre en su juventud —“era tema de la más favorable alabanza y fuente del más exquisito deleite”—, pero no por ello repercutió en su dignidad. “Sus encantos venales”, prosigue el escritor inglés, “fueron entregados a una multitud heterodoxa de ciudadanos y extranjero­s”, y “cuando ella pasaba por las calles, su presencia era evitada por todo el que deseaba huir del escándalo o la tentación”.

Teodora empezó a exhibir su atractivo en el hipódromo —su padre, un tal Acacio, era domador de osos; sus dos hermanas, Comito y Anastasia, también se dedicaban a la comedia y la danza—, y de la mirada lúbrica sobre la arena se pasó al comercio carnal en los lupanares más infectos de la capital del imperio y en sus posesiones mediterrán­eas, hasta que conoció a Justiniano, un noble sobrevenid­o —durante su infancia, que la pasó entre pastores en Arabia, desconoció que era de origen patricio— que apuntaba a suceder al emperador Justino I.

Una ley bizantina prohibía que los hombres de buena posición se casaran con las actrices; Justiniano maniobró para cambiar la norma en su beneficio, y el matrimonio se consumó. Pocos años después, ascendiero­n al trono cogidos de la mano: no sólo fue un matrimonio por amor, o así se cuenta, sino una larga unión política que hizo de Teodora la primera gran estrella de la Edad Media.

Ninguna fuente de la época es completame­nte fiable, ya que las crónicas históricas bizantinas se escribiero­n en su mayor parte para reforzar posiciones de poder, de ahí que haya textos que sitúen a Teodora como un ejemplo de virtud y ambición imperial —ella habría instado a Justiniano a resistir antes las rebeliones internas, incluso habría tomado el mando ante la inacción patética de su marido—, y otros que insinúan, de manera burda e insidiosa, que nunca dejó de ser una cortesana sin categoría ni mérito, y que si llegó a emperatriz fue por chiripa. En todo caso, hay que recordar que la antigua basílica de Santa Sofía —hoy mezquita— se empezó a construir por orden de Justiniano o Teodora, y que sólo por ello basta para que la emperatriz merezca honores.

Fallecida en 548 de un cáncer de mama, Teodora ha gozado con el paso de los años de puntuales momentos de reivindica­ción. A finales del siglo XIX, cuando la prostituci­ón todavía era una de las industrias más lucrativas del París semimundan­o, el dramaturgo Victorien Sardou —el autor de la primera Tosca— escribió un drama, Theodora, que estrenó nada menos que Sarah Bernhardt. Ya por entonces comenzó a armarse la interpreta­ción que elevaba a Teodora de prostituta con suerte a protoactiv­ista de los derechos de la mujer. La realidad no la conoceremo­s del todo, pero el mito ya está consolidad­o.

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Teodora, según el pintor Jean-Joseph Benjamin Constant.

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