El Mundo Nacional - Weekend - La Otra Crónica

LA TRAVIATA EMPEZÓ A TENER AMANTES A LOS 12 AÑOS

Entre las ‘demimondai­nes’, destacó la ‘dama de las camelias’ de Dumas que luego inspiraría a Verdi, ambos asiduos de los lupanares de París. Prostituid­a por su padre, acabó siendo la cortesana ‘top’.

- POR JAVIER BLÁNQUEZ

EL ‘DEMIMONDE’ PARISINO QUE HABÍA emergido en el siglo XVIII se convirtió en un espacio hipertrofi­ado a principios del siglo XIX. Hacia 1850, según un recuento de la policía citado por Béatrice Bantman, periodista de Libération, en su Breve historia del sexo, hubo más de 30.000 prostituta­s en activo, de las cuales sólo una pequeña elite conseguía evitar la lobreguez de las calles. Eran las que atraían a los marqueses, los barones y otros supervivie­ntes ricos de la orgía de sangre de la Revolución.

De repente, en aquella Francia rutilante, hubo una demanda exagerada de sexo de pago: una razón que explica el auge de la prostituci­ón en París —y también en Londres, donde se censaron 80.000 izas, o en Viena, donde había 20.000 para una población de 400.000 habitantes— tenía que ver con la hipocresía del auge burgués: mientras en público se abominaba del sexo, por sucio e inmoral —hasta el punto de que el matrimonio se convirtió en una privatizac­ión del coito—, de puertas para adentro los hombres buscaban soluciones a la insatisfac­ción, y las encontraba­n en todas partes.

Durante el siglo más puritano, más sofisticad­os se hicieron los burdeles de alta gama. Tenían que ser espacios seguros, cada vez más discretos, pero con una ventaja para los clientes regulares: ya no había que desplazars­e a los suburbios, eran céntricos, y las damas que ofrecían sus servicios eran también agentes activos de la buena sociedad. El burdel empezó a ser un híbrido entre casa de lenocinio y salón ilustrado, un nexo entre las conversaci­ones eruditas patrocinad­as por Madame du Deffand en tiempos de Luis XV y los tostones pedantes de la Verdurin en las páginas más cómicas de la Recherche de Proust. Y en ese ambiente emergió un mito transforma­do en ópera, que es el de Marie Duplessis.

Duplessis es un personaje difícil, porque cuesta mucho separar la realidad y el mito. En vida, fue una afamada cortesana que tuvo su apogeo en la década de 1840, pero quienes conocen —ni que sea superficia­lmente— su historia la habrán recibido a través de dos encarnacio­nes de ficción, la dama de las camelias en la novela homónima de Alexandre Dumas hijo, y Violetta Valery en la ópera La traviata, de Giuseppe Verdi. Verdi no conoció a Marie Duplessis —el argumento de su pieza emana de la novela—, pero Dumas sí fue un cliente habitual y, como otros hombres eminentes de la cultura francesa en tiempos de Luis Felipe de Orléans y Napoleón III, frecuentar­on su casa y lamentaron profundame­nte su muerte, a los 23 años, a causa de la tisis.

MUCHOS AMANTES

Théophile Gautier, uno de los narradores y poetas que recorriero­n el demimonde parisino como Dante circunnave­gaba el infierno, mezclando horror y excitación, publicó un obituario exaltado de Marie Duplessis al poco de que se encontrara su cuerpo sin vida en el apartament­o de la Madeleine en el que vivía: “Hemos admirado esos rasgos castos, ovalados, sus preciosos ojos oscuros sombreados por largas pestañas, las cejas del arco más puro, una nariz con la curvatura más exquisita y delicada, su figura aristocrát­ica que la señalaba como una duquesa para los que no la conocían”. Gautier, que escribió sobre los sueños y el hachís, que vivió de noche y se contagió de todas las enfermedad­es venéreas posibles, advirtió en el demimonde una forma nueva de belleza, de la misma manera en que lo hizo su amigo Baudelaire, el poeta que en Las flores del mal elevó la ciudad industrial, populosa, ávida de deseo, con sus miserias y sus avances, a la categoría de arte.

Marie se llamaba en realidad Rose-Alphonsine Plessis y sus orígenes eran aristocrát­icos en parte: su madre descendía de una familia noble arruinada, pero su padre era un obrero sin cualificac­ión de extracción lumpen. Abandonada por su madre muy joven, Marie terminó viviendo con su padre, que a los 12 años –la edad legal permitida para ejercer la prostituci­ón, según la ley francesa de entonces– empezó a introducir­la en el mundo del sexo. Poco tiempo después, llegada a París, tuvo un golpe de suerte: su belleza llamó la atención del propietari­o de un restaurant­e de la Galería Montpensie­r que le garantizó independen­cia y le puso un piso céntrico; a partir de ahí empezaron a llegar clientes de más categoría — condes, duques, altos funcionari­os— y Duplessis se elevó a la categoría de cortesana top del momento. Su trayecto fue corto y meteórico, y con un final patético. Alexandre Dumas, hijo, fue el penúltimo de sus amantes persistent­es, y la relación fue más tensa de lo que se desprende de la idealizaci­ón que, post-mortem, hizo el escritor en La dama de las camelias. Era celoso, posesivo, y sus encuentros terminaban en pelea; cuando el trato con Dumas se terminó, el siguiente amante de Duplessis fue el compositor Franz Liszt, que era por entonces el mayor sex symbol de la música europea, un pianista extático con fama de conquistad­or que también tuvo un intenso affaire con Lola Montes, la mujer por la que Luis I de Baviera perdió su trono.

Se le conoció como la dama de las camelias porque la flor era su símbolo de acceso: si en la Inglaterra de finales del XIX llevar un clavel verde significab­a que uno era gay, la camelia roja significab­a menstruaci­ón y la camelia blanca día del ciclo Ogino. Pero Marie, como la Violetta de Verdi, estaba condenada: sabía de su muerte próxima – la tuberculos­is no tenía cura por entonces–, y pasó sus últimos días lamentando su mala fortuna. A última hora contrajo matrimonio con el conde de Perregaux para no terminar plebeya y sola, como nació. Su tumba se halla en el cementerio de Montmartre; si se acerca a saludar, no se olvide de depositar una flor, blanca a poder ser.

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RETRATO DE EDOUARD VIENOT

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