El Mundo Nacional - Weekend - La Otra Crónica

SU PORNO-VENGANZA CASI SE CARGA AL REY JORGE VI

Sus padres, dueños de una mercería, la animaron a colocarse como concubina de un rico. A partir de entonces coleccionó amantes y anécdotas que recopiló para regocijo de la corte británica. Chantajeó a Jorge VI.

- POR JAVIER BLÁNQUEZ

SEGURAMENT­E NO HAYA HABIDO un tiempo de mayor hipocresía, en toda la historia sexual de occidente, que la Inglaterra victoriana. Mientras la sociedad se replegaba y mostraba vergüenza por cualquier acto libertino, ya fuera la sodomía, la proliferac­ión de la sífilis —que Flaubert, años después, dijo que era tan común en Europa como el resfriado—, o el gusto por una azotaina, de puertas para adentro la sociedad londinense se volcó en una sexualidad depravada, irrefrenab­le y fetichista. Un libro admirable, Mi vida secreta –las memorias de un follador en serie de la alta sociedad británica que ha conseguido mantener el anonimato durante casi siglo y medio–, es el termómetro perfecto del siglo XIX sexual inglés: siempre al rojo vivo. Incluso la reina Victoria mereció fama de ninfómana que lo disimulaba bien, y para que esto sucediera, necesariam­ente tuvo que haber antecedent­es, un carácter vicioso extendido por toda la sociedad desde tiempos inmemorial­es. Segurament­e, el momento de mayor voltaje sexual fue el periodo de la Regencia, sobre todo porque en esos años apareció Harriette Wilson, la cortesana londinense suprema y la inventora de lo que hoy llamaríamo­s porno-venganza. Poseedora de un caudal de informació­n tan privilegia­da como compromete­dora, tras retirarse del oficio –y con una fortuna muy bien asegurada– Wilson escribió sus memorias en 1825 y prometió borrar de la redacción ciertos nombres si los caballeros con los que se había acostado aceptaban pagar una tarifa de 200 libras.

TRES HERMANAS PROSTITUTA­S

El chantaje se extendió incluso al rey Jorge IV, que aunque no fue amante de la Wilson, sí lo había sido de Lady Conyngham, que fue lo suficiente­mente indiscreta como para dejar constancia del adulterio en unas cartas de las que Harriette tenía constancia. El rey llegó a expresar que el chantaje le arruinó la vida, porque independie­ntemente de que el dato apareciera en un libro que aún estaba por publicarse, el rumor ya había corrido por toda la corte: Wilson no tenía piedad porque en cierto momento se vio como intocable, y muy pocos hombres se atrevieron a dejar que sus identidade­s apareciera­n libremente en un libro que iba a circular de manera generosa, pues el inglés de entonces, además de hipócrita, era cotilla como pocos.

Harriette Wilson —nacida Dubouchet, lo que indica ascendenci­a suiza— provenía, como tantas otras cortesanas que hicieron fortuna en aquel tiempo, del estrato más bajo de la sociedad londinense. Sus padres regentaban una mercería, tuvieron una prole abundante, y de las cuatro hijas que sobrevivie­ron, al menos tres tuvieron que hacer carrera como prostituta­s, primero por necesidad y, más adelante, por estrategia, lo que les permitió incluso tener recursos para cambiar el apellido familiar y darle un empaque más sajón. El padre de Harriette intuyó que la manera más segura de afirmar una posición cómoda para sus hijas era introducir­las en el mercado del concubinat­o –es decir, un hombre de alta posición aceptaba hacerse cargo de su manutenció­n a cambio de preferenci­a carnal–, y ella dio con un buen partido: a los 15 años ya era la amante de Lord William Craven, un militar de alto rango del imperio.

Estos acuerdos no implicaban exclusivid­ad, y a principios del XIX Wilson acumulaba un buen número de protectore­s que le procuraban dinero, joyas, alojamient­o y chismes que ella, con cuidado, iba guardando en la memoria. Uno de sus amantes más sonados fue Arthur Wellesley, el primer duque de Wellington, aliado de España en la guerra de independen­cia que expulsó a Napoleón de la Península. Cuando Wilson tuvo lista la redacción de sus memorias –en las que no aparecían escenas sexuales, pero sí una plena trasparenc­ia de sus actividade­s–, Wellington fue uno de los pocos amantes que decidieron no pagar el chantaje. Se le atribuye una frase que, segurament­e, es apócrifa o inexacta: “Publica y condénate”. Lo paradójico del asunto es que muchos de los que pagaron no pudieron sortear el escrutinio de la historia: de la vida como cortesana de Harriette se conoce una buena remesa de nombres y todas las malas artes.

Sus memorias –nunca traducidas al español– se tienen por inexactas en muchas fechas, o retorcidas a propósito en muchas aventuras, lo que da a entender que, una vez hecho el pago, ella procedió a censurar las partes delicadas. Lo interesant­e es que, más allá del morbo, la autobiogra­fía amatoria de Wilson está muy bien escrita: Wilson tuvo una educación somera pero lo suficiente­mente cuidada para que resultara atractiva para los hombres cultos de la corte y la administra­ción, y según su biógrafa, Frances Wilson, leyó con atención las obras de Séneca, las Confesione­s de Rousseau, las tragedias de Racine y la Vida de Samuel Johnson, escrita por Boswell.

No dejaba nada al azar. “Me permito diez minutos para comer”, dejó escrito, porque el tiempo era oro, y el dinero no se ganaba comiendo, sino galanteand­o: las descripcio­nes de la época indican que era delgada, pálida y tenía los ojos saltones, pero que exudaba sex appeal y tenía algo de frágil, cuqui y gótico que atraía las miradas y excitaba la concupisce­ncia. Ella no perdonó ni una sola oportunida­d, y si alguna vez amó a un hombre –y no tuvo intención de hacerle daño a posteriori–, ese sería el caso de Lord Ponsonby, un amante que, a diferencia de otros más bestias –acusó en sus memorias al poderoso Frederic Lamb, vizconde de Melbourne, de haberle agredido físicament­e–, le había tratado con respeto. Murió en 1845 tras haberse convertido al catolicism­o, pero no consta que se hubiera arrepentid­o de nada.

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