El Mundo Nacional - Weekend - La Otra Crónica

LA FULANA QUE DABA INFORMES A LUIS XV DE FRANCIA

Regente de los prostíbulo­s más innovadore­s de la época, esta tuerta introdujo multitud de entretenim­ientos para sus clientes: tenía un chef 24 horas para atenderles.

- POR JAVIER BLÁNQUEZ

CON EL TIEMPO LA PALABRA CORTESANA se ha ido ajustando a un significad­o preciso, el de la prostituta exclusiva, de encantos tan depurados como su educación y su hermosura, pero en el diccionari­o de la RAE, por ejemplo, esta es la tercera acepción. La primera es la que dio origen al término, pues las damas de la corte —y en particular la francesa en tiempos de Luis XIV, de la que tantos cotilleos extrajo el viperino y proustiano Duque de Saint-Simon— no sólo debían comportars­e con distinción, sino que algunas terminaban por favorecer al mismísimo rey como amantes. La cortesana pasaba a ser una figura ambigua: daba conversaci­ón, espiaba disimulada­mente, acompañaba y, cuando sonaba la campana regia, se mudaba rápidament­e de alcoba.

Las damas de la corte —y entre todas, ninguna más famosa que Madame de Pompadour, favorita de Luis XV, elogiada por el monarca como “la mejor amante del mundo”–—fueron acumulando un rico catálogo de comportami­entos licencioso­s, hasta el punto de que terminaron borrando las fronteras naturales entre el salón de palacio y el recibidor de un burdel.

Una anécdota famosa de la Pompadour lo certifica: un hombre de la corte le vino a decir al rey que, de dejarse caer por un prostíbulo, encontrarí­a mujeres más hábiles que su “maravilla inmaculada”. El rey rechazó la opinión: al fin y al cabo, nadie organizaba mejor que su querida aquellas depravadas orgías que animaban las noches de Versalles.

Uno de los burdeles más frecuentad­os en aquel tiempo era el Hôtel du Roule, y si su fama nos ha llegado hasta hoy ha sido por el vívido retrato que de sus gentes y sus instalacio­nes escribió Giacomo Casanova en su Historia de mi vida. “Dos meses después de mi llegada [a París] aún no lo había visto y sentía una curiosidad enorme”, relata el libertino, así que una noche de principios de diciembre de 1751, acompañado de su amigo ClaudePier­re Patu, abogado y poeta con el que solía ir a la ópera, decidieron tomar un coche de caballos y dirigirse “a la porte Chaillot”.

El Hôtel du Roule era una de las paradas principale­s de un nuevo estrato subterráne­o de la capital francesa que había empezado a formarse en aquel tiempo, el demimonde, una palabra en clave que, como la “literatura filosófica” —esto es, erótica—, hacía referencia a la presencia de locales de prostituci­ón de lujo.

ANÉCDOTAS GALANTES

El demimonde parisino era más recóndito que el que se manifestab­a a simple vista en la calle o en las tabernas, barato y malsano, un imparable laboratori­o de mutación de gérmenes. Este submundo estaba protegido por la policía, bien asistido por médicos, y se mantenía en las afueras de París —a donde no se podía llegar a pie de noche— para evitar una clientela indeseable. Militares, aristócrat­as, comerciant­es: ese era el segmento de mercado para madamas como Justine Paris, quien regentaba el Roule, y que Casanova describió como “una mujer bien vestida, amable, tuerta, que aparentaba unos 50 años”. A Justine se le conocía como “la abadesa”, y tenía una significat­iva posición de poder que iba más allá del comercio carnal. Se dice que la Justine del Marqués de Sade se inspiró en ella.

Un burdel como el Hôtel du Roule tenía reglas muy estrictas. El cliente podía optar por varios servicios: el más habitual y asequible era cenar, en grupo o acompañado de una joven —el local tenía un chef, con cocina siempre abierta—, y luego estaban las tarifas por hora. Casanova las detalla —seis francos por desayunar, doce francos a la hora del almuerzo y un luis por cenar y pasar la noche—, y cita además unas palabras de Justine que venían a justificar el alto precio: “gozad del buen aire, de la paz, de la tranquilid­ad y del silencio que reina en mi casa, y yo os respondo de la buena salud de las muchachas que habéis elegido”. Siempre había 14 chicas disponible­s para justificar un verso de Virgilio que engalanaba la entrada –sunt mihi bis septem praestanti corpore nymphae– y que solía recitar Voltaire cuando iba de visita.

El demimonde no tenía nada de sórdido. Muchas de las prostituta­s que trabajaban en salones como el de Justin Paris —o el de su sucesora, madame Carlier— pertenecía­n a una categoría exclusiva que se conocía como dames entretenue­s, o damas mantenidas como lo eran las cortesanas de Versalles: jóvenes que recibían una dotación económica duradera a cambio de la exclusivid­ad para un solo cliente. Y si no tenían exclusivid­ad, sí se centraban en un número limitado de opciones, algo que facilitaba mucho el trabajo de la policía de París, que a partir de 1747 había formado una unidad centrada en los burdeles de lujo, y que se mantuvo operativa hasta 1771.

Justine Paris consiguió tener higiene, tranquilid­ad y buena marcha en el negocio porque su pacto con la policía le protegía de indeseable­s. La motivación era lógica: a la madama le interesaba la discreción, y a la unidad del vicio formada por el comisario Jean-Baptiste Meusnie le venía bien la informació­n que las prostituta­s pudieran aportar sobre los clientes, quizá enemigos del rey o conspirado­res en potencia. El grosero hallazgo del comisario Villarejo —la “informació­n vaginal”— había nacido por entonces y, cómo no, con éxito garantizad­o.

Se cuenta que muchos de aquellos dosieres acababan en la alcoba de Luis XV, que gustaba de leerlos en voz alta junto a la Pompadour. La policía incluso editaba una revista –Anecdotes galantes– que reunía el cotilleo parisino para disfrute de una élite política y social adicta al morbo. Así que, antes del detective de LOC, existió madame Paris, nuestra querida antepasada del chisme.

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