El Mundo Nacional - Weekend - La Otra Crónica

MIS ENTIERROS REALES: DIANA

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Dicen que la muerte iguala a los hombres. Tanto si son súbditos como reyes. Si algo no ha cambiado ha sido la muerte. ¿No han pensado nunca que los muertos de hoy se parecen a los muertos de hace diecisiete mil años. Y que muertos, todos se parecen. Desde la altiva princesa a la que pesca en ruin barca, que diría el poeta?

Aunque ha habido alguna que otra excepción. Como la de Balduino, rey de los belgas. Nunca en la historia un funeral se convirtió en una misa de gloria. No por aquello de “¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!”. Balduino ha sido de los pocos, por no decir el único, cuya vida justificó la existencia, no ya de un rey, sin, incluso, de la monarquía cuya razón de ser es que sus titulares sean ejemplares, que no siempre lo son.

A lo largo de mi ya dilatada vida profesiona­l he sido privilegia­do testigo de todos los entierros reales de los últimos tiempos. Desde el rey Balduino, al rey Husein de Jordania pasando por el Shah de Irán, el Conde de Barcelona, los reyes Pablo de Grecia y Federico de Dinamarca hasta la reina Federica, madre de Doña Sofía, y las princesas Grace y Diana e incluso Onassis, el griego de oro, en su paraíso de la isla de Skorpios. Pero ninguno fue más extraño y sorprenden­te que el de Diana, aquella muchacha que creyó haber encontrado al príncipe de sus sueños, casándose con el hoy rey Carlos III, y lo que halló fue la pesadilla de su vida que la condujo a la muerte, el 31 de agosto de 1997 y cuyo recuerdo hoy, con motivo de los funerales de la reina a quien tanto hizo sufrir, es obligado. Cinco días estuvo el cadáver insepulto, peregrinan­do, en solitario, desde París a Londres; en el palacio de St. James, permaneció tres días en la mayor soledad sin ser velada por nadie. Solo alguna visita esporádica de su hermano, el impresenta­ble conde Spencer. De este palacio al de Kensington, su residencia oficial, a la que fue trasladada con nocturnida­d, en un simple furgón, sin más escolta que la de unos policías. Allí permanecer­ía hasta ser llevada, amortajada con una túnica blanca y descalza, como la princesa Grace, hasta la abadía de

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