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LAS HIZO INMORTALES Y RICAS: POR QUÉ LAS MUJERES AMARON AL SÁTIRO PICASSO
En el 50 aniversario de la muerte del pintor de Málaga, arrecia la polémica por la tormentosa relación del autor del Guernica con sus amantes y esposas.
PICASSO MONSTRUO. TROGLODITA. PEOR,
Picasso a la guillotina. Los guardianes de los sepulcros quieren enjaular el mito del malagueño en el 50 aniversario de su muerte. No hay misericordia con el centauro que parte en dos la historia del arte. Para los más furibundos, presos de un fuego voraz, sobran los matices, los contextos. No importa que naciera a finales del XIX. Entre los que juegan a equilibrados, que también los hay, fue un cerdo, en eso todos coinciden, pero los gruñidos no les impiden gozar con su arte. Esta última postura la resumió estupendamente el ministro de Cultura, Miquel Iceta, doctorado en tibia equidistancia, durante la presentación de los fastos por el aniversario: «Queremos presentar a Picasso tal y como fue, celebrar su obra, pero no esconder facetas de su vida que, a la luz de hoy, pueden ser contestadas. La grandeza de su obra se sobrepone a otras cuestiones, pero no puede oscurecerlas ni esconderlas y eso es lo que vamos a hacer».
Unos y otros, los de darte con la tea en el coco y los supuestos indulgentes, silencian una tercera posibilidad. Que Picasso fuera un follador empedernido, un semental dispuesto a pasarse por la piedra todo lo que circulara a su alrededor, pero no la suerte de sociópata de manual con el que algunos trafican. Que fuera un machista. Pero no más, ni menos, que el resto del personal de entonces, mujeres incluidas. A John Richardson, quizá su mejor biógrafo, que le dedicó varios volúmenes apabullantes, millonarios de erudición, le dijo aquello de que «Dios es realmente otro artista... Como yo... Yo soy Dios, yo soy Dios, yo soy Dios...». Ahora bien. Existe un salto cuántico entre el ego desbocado del artista borracho de sí mismo y lo de aquella María Llopis que denunció en Barcelona «la falta de conciencia política por parte del museo con el hecho de que Picasso fuera un maltratador».
ANTONIO DAVID
En las camisetas de las participantes en el escrache al muerto podían leer sutilezas como “Picasso es Antonio David Flores” y “Picasso Barba Azul”. Y claro, no. Ni Picasso demandó y ganó juicios a una productora por montarle juicios paralelos al Estado de derecho o vulnerar su honor ni fue el protagonista de una historia truculenta, con mujeres asesinadas en el sótano y colgadas de un gancho, a lo Perrault. Que fuera un corsario y galopara de catre en catre, que dispensara dotes de seductor y coleccionara amantes no significa que no viviera grandes amores o que fuera violento. La nómina de destrucción sentimental a su paso abre las puertas de los nubarrones, pero son fuegos comunes a muchos de sus colegas, especialmente en los años de la bohemia desaforada, entre la absenta, el oleo y los opiáceos, en el París previo a los estragos de la Gran Guerra.
Más que ponerse papistas, antes que desconocer los cambios morales y sexuales, conviene recordar que Picasso, para empezar, hizo ricas a unas cuantas de sus ex. Por el procedimiento de dejarles varias docenas de lienzos. Un argumento descreído y lúcido, brindado por un amigo que escribe como los dioses y conoce como pocos la biografía y obra del tipo que soñaba con saltimbanquis y minotauros, pipas deconstruidas y meninas. En ningún caso disculpa la asquerosa misoginia. No endulza los claroscuros del genio. Pero lo pasa todo por la moviola de la sabiduría. Recomienda una nómina esencial de mujeres. Una baraja a la que recordar para asomarse a los rincones íntimos de una peripecia que no hace distingos entre el sexo y la pintura. La vida cruza su arte y el minotauro, mitad corazón mitad falo, ensarta a sus criaturas al lienzo.
Para empezar estuvo Fernande Olivier. Nacida con el nombre de Amélie Lang. Su compañera del periodo rosa y, en parte, del cubismo. Modelo cotizada. Fue musa de muchas de las obras del periodo. Los celos son voltaje de ida y vuelta. Ambos trataban de atar al otro en corto. A pesar de que lo suyo duró siete años, la relación estaba condenada. Demasiadas tormentas. Demasiadas fiestas. Demasiados golpes de pecho y navajazos cruzados. Aunque la química fue innegable. Picasso era tan seductor, cariñoso e intenso como temperamental y voluble. Se aburre de ellas igual que de sus fases. Con el tiempo la mujer que nutría de electricidad pinturas y esculturas llegaría a ser la amiga/enemiga a la que terminaría por abandonar en favor de Eva Gouel, compañera del periodo cubista. Habían vivido juntos los años de BateauLavoir, pobres aunque también felices, lejos de encontrar en Picasso al abusador de la caricatura, vivió la posibilidad de zanjar definitivamente un matrimonio brutal, zafiamente armado con el dependiente de un comercio que acostumbraba a pegarle. Cuando rompe con Picasso ella queda seriamente tocada en lo económico. Muchos años más tarde llegarían a un acuerdo con Pablo, poco generoso, a cambio de no publicar confidencias mientras vivieran.
SU PRIMERA MUJER
Siguiente en importancia: Olga Koklova. Su primera esposa. Con la que tuvo a su hijo Paulo. Hija de un oficial del ejército zarista. Bailarina de Serguéi Diáguilev. Se conocieron en 1917. Contrajeron matrimonio un año más tarde. Estuvieron juntos hasta 1935. Los vaivenes de su relación pueden rastrearse en la paleta del malagueño. De la melancolía de los días de incertidumbre por la Revolución Rusa y la situación de la familia de Olga a los remansos amorosos, que engendran un neoclasicismo bellísimo. Los mejores días. Hasta que mutaciones en la pintura anuncian la podredrumbre, el aborrecimiento, la partida. Rompen tras la aparición del nuevo amor de Pi
casso, la modelo, de 17 años, MarieThérèse Walter. Con una mezcla de despotismo y racanería, Picasso nunca quiso concederle el divorcio. Olga murió en 1966. Uno de los nietos de ambos, Bernard Ruiz-Picasso, cofundador junto a su madre, Christine, del extraordinario Museo Picasso de Málaga, nunca ha escondido los altibajos de la pareja. Compartieron amor. Rutina venturosa e incontables infidelidades, factor omnipresente e inevitable con un Pablo siempre al final de la escapada.
Imposible olvidarse de Dora Maar. Nombre de guerra, Henriette
Theodora Markovitch. Su relación alborea cuando llega la Guerra Civil española. En un París bombardeado por los presagios de destrucción que electrizan de miedo Europa. Fotógrafa y pintora por derecho propio, cosmopolita y compleja, estuvo muy lejos de responder al prototipo de musa doliente. Nunca jugó a muñeca cómplice. Conocía la fórmula para moverse con soltura en los palacios y los cafés. Fue amiga de todos los grandes, de Breton a Cartier Bresson. Le debemos la seminal serie de fotografías que retratan la explosión del Guernica. En 1943 Picasso la abandona por Françoise Gilot y ella inicia un periplo de psiquiátricos y retiros que desembocan en la fe religiosa. Aquella sentencia implacable, mil veces repetida. Después de Picasso, sólo Dios.
Finalmente Jacqueline Roque, su segunda mujer. Con la que contrae matrimonio en 1961, aunque la relación viene de 1953. La diferencia de edad, 50 años, nunca fue un problema. Picasso la corteja con delicada insistencia hasta que acepta. Ella fue la musa última y multiplicada. El seductor anciano, novio priápico, vetusto Peter Pan, pinta a Jacqueline con ansia caníbal. Se alimenta de su imagen como el vampiro de la sangre. La sangre es la vida, gritaba Renfield en Drácula. Fue una colonización de ida y vuelta. A cambio de ejercer de madre y madrastra, amante y cocinera, secretaria y modelo, le proporcionó los 20 años más estables de un crepúsculo en el Olimpo. Picasso le debe la tranquilidad del huracán que toca tierra y encuentra un carácter a medida. Son mañanas de pintar y esculpir con furia. Mediterráneo y amigos. Adoración universal y pinturas en ráfaga suicida. Picasso muere en 1973. Jacqueline lo entierra sin bengalas. Se suicida en 1986, de un pistolezo. Mejor no ponerse lacanianos ni tratar de explicarlo.
En este resumen toca subrayar a Gouel, a la que ya citamos. Su gran amor, quebrantado prematuramente por la tuberculosis o el cáncer, según la bio. La llora en lienzos de Montmartre. Hay que insistir en Gilot, con la que vive nueve años y tiene dos hijos. La única con las bujías necesarios para plantarle.
Vuelta al presente. Al goteo de injurias y calumnias. A los que odian. A los adictos al escándalo. No sería la primera vez que unos exaltados buscan destruir la reputación (y hasta las obras) del tipo al que debemos Las señoritas
de Avignon. Como escribió Nadia Hernández Henche en su libro Picasso en el punto de mira: La picassofobia y los atentados a la cultura en el tardofranquismo, allá por 1971 grupos de ultraderecha protagonizaron campañas iconoclastas como el asalto a la galería Theo de Madrid. Los fascistas, zumbados, quemaron obras de la
Suite Vollard. Lo detestaban por comunista o ateo. Igual que ahora quisieran borrarlo o anularlo por machirulo o heteropatriarcal. Pero el gran arte nace de la confluencia entre el silencio y el trueno, hijo de un carnívoro cuchillo. Sin convulsiones ni pasión, mordiscos y sombras, no hay arte ni jadeos, ni nada excepto vidas de santos y un largo bostezo de obras muertas.
Que acumulara infidelidades y aventuras no significa que no viviera grandes amores ni tampoco que fuera violento
Mucho antes de que los woke lo acusaran de heteropatriarcal ya trató de boicotearlo la ultraderecha