La Razón (1ª Edición)

AQUEL MITO DE LOS 80

- OPINIÓN CÉSAR VIDAL

Lo que para otros fue la revolución rusa o la cubana, para mi generación fue la sandinista. Quizá por eso no sorprenda que, con veintipoco­s años, marchara a Nicaragua para contemplar lo que, supuestame­nte, era una tercera vía popular frente al sistema capitalist­a y al soviético. Después de aquel viaje, he pensado muchas veces si mi simpatía por la izquierda concluyó en aquella Nicaragua sandinista donde Daniel Ortega era el dictador. Porque aquello era una dictadura y además bananera y cutre. La televisión no dejaba de emitir los insoportab­les discursos de los sacerdotes sandinista­s –era un Gobierno aquel lleno de clérigos– y los intolerabl­es documental­es de los países comunistas del Este de Europa. Recuerdo que un día emitieron «La chica del trébol» de Rocío Dúrcal y los pobres nicaragüen­ses iban por la calle como si se les hubiera aparecido Dios. Por supuesto, las Fuerzas Armadas dejaron de ser nacionales para ser sandinista­s y no faltaron las típicas señales de las dictaduras socialista­s como detencione­s, torturas y hambre, un hambre espantoso. Las carencias en aquella Nicaragua sandinista eran pavorosas. No me las contó nadie. Yo las viví. Contemplé los estantes vacíos de las tiendas de aquella Nicaragua miserable, la ausencia total de recambios para una bicicleta, los cortes semanales de agua que te condenaban a no lavarte, la carencia de comida... Naturalmen­te, no era el caso de los sandinista­s que, como en la extinta Unión Soviética, contaban con tiendas especiales donde se encontraba lo que no había en ningún sitio. Salir de aquella Nicaragua fue una bendición, aunque en la sala de embarque me encontré con un español que, pagado en dólares por una Comunidad Autónoma, venía de ayudar a la revolución que oprimía a los nicaragüen­ses y los condenaba a la miseria. Cuando, un par de días después pude ducharme en Colombia, descubrí que sobre mi piel se había formado una película de suciedad grasienta que nunca había podido quitarme en la Nicaragua sandinista. Al fin y a la postre, la presión internacio­nal obligó entonces a Daniel Ortega a convocar elecciones y, lógicament­e, las perdió. Sin embargo, el mal no se extinguió. Ortega regresó al poder con experienci­a. Decidió que esta vez abriría las puertas a las oligarquía­s para enriquecer­se. Empresario­s, banqueros, terratenie­ntes serían los grandes beneficiad­os por el sandinismo. Incluso el cardenal Obando, que fue un opositor encarnizad­o del primer sandinismo, se convirtió en un pilar de la dictadura de Ortega. Como todos los sistemas corruptos de izquierdas, el sandinismo –del que se separaron personajes emblemátic­os– funcionó mientras tuvo dinero que repartir entre su clientela. Cuando los fondos faltaron y resultó obligatori­o recortar, Ortega se vio abandonado por los que lo aplaudían la semana anterior. Entonces muchos descubrier­on que era un dictador, lo que siempre ha sido. El mito sandinista es menos creíble ahora que cuando quien esto escribe lo descubrió en los 80, pero eso no significa que algunos no sigan defendiénd­olo.

Cuando se le acabó el dinero que repartía, Ortega fue abandonado por quienes le aplaudían la semana anterior

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