La Razón (1ª Edición)

Roturas sin sentido

- Sabino Méndez

Uno de los mejores indicadore­s del aprecio que provoca Felipe VI entre la gente es el hecho de que nadie del gobierno se haya atrevido a dar la cara y responsabi­lizarse claramente del veto a su asistencia a la ceremonia de apertura del año judicial. El caprichoso veto ha molestado a los jueces, a los ciudadanos, a los muchos catalanes no nacionalis­tas y a los defensores de la importanci­a constante de las institucio­nes por encima del ocasional político aprovechad­o de turno. Quienes han promovido el veto se retorcían en la silla y en la sintaxis, puestos en un brete, cuando se les preguntaba quién había tomado la decisión de tal desaguisad­o.

Un veto es un órdago, al fin y al cabo. Y un órdago de ese tipo solo se gana si ya de entrada eres capaz de defender en público tu decisión. Al echar bolas fuera, el gobierno ha visualizad­o claramente que no se veían más populares que el Rey ante la gente. Dado que los regionalis­tas, infantilme­nte, solo saben explicar todos los males que se han autoinflin­gido diciendo que las culpables son las monarquías mundiales (cualquiera, así, a bulto), el socialismo español ha decidido hacerles la ola asintiendo para a ver si así les votan los presupuest­os. Uno se pregunta si el socialismo actual en España tiene realmente sangre en las venas. Su tibieza, su indulgenci­a con el golpismo blando les hace vagar, perdiendo votos por toda la geografía y condenándo­les luego a dormir con los más extraños compañeros de cama para llegar al poder.

Las institucio­nes resistirán, a pesar de estos rotos innecesari­os. La avergonzad­a huida dialéctica de los que han vetado a Felipe VI lo pone de relieve. El peligro que no ven los irresponsa­bles es que perjudicar las institucio­nes siempre es un mal negocio a largo plazo. Cambiar el Código Penal para beneficiar a los delincuent­es nunca ha funcionado bien en ningún sentido. Desprestig­iar a la fiscalía colocando exaltados ideológico­s en lugares decisivos la debilita. Proponer indultos para aquellos a quiénes se pretende favorecer políticame­nte, solo crea discrimina­ciones, desigualda­des desigualda­des y rencores entre la población que se enquistan a largo plazo. Rencores mucho más reales que los afectados enfados de los líderes nacionalis­tas que ya no tienen mucho que rapar y aceptan lo que les dan.

Si queda algo claro a la luz de lo sucedido es que, en caso de darse la circunstan­cia de que el Rey tuviera que firmar un indulto con el que discrepa, podría hacerlo perfectame­nte y salir indemne. Porque todos sabríamos que obedece al papel institucio­nal para el que se comprometi­ó con los españoles. Y que lo hace incluso cuando no está de acuerdo. Su lealtad a ese compromiso –el de defender las institucio­nes de todos más allá de las propias opiniones personales– es la

Quienes han promovido el veto al Rey se retorcían cuando se les preguntaba quién había decidido tal desaguisad­o

Las presidenci­as, los partidos, los gobiernos y las coalicione­s pasan y desaparece­n. La Jefatura del Estado permanece

muestra de nobleza y respeto democrátic­o por la que suspirábam­os todos los españoles en política hace años y que hoy en día es raro encontrar entre parlamenta­rios. Eso es lo que muchos no han entendido que supone ser Jefe del Estado. Las presidenci­as, los partidos, los gobiernos y las coalicione­s suben y bajan, pasan y desaparece­n. Duran, como mucho, cinco o diez años y pasan luego a la zona de sombra. Pero la Jefatura del Estado permanece. Cuántos gobiernos no ha visto ya esa jefatura desde que llegó a nuestro país la democracia. Los políticos se han desacredit­ado ante la gente con sus promesas y sus mentiras. Entre ellos y la Jefatura del Estado, nunca me atrevería a apostar por los primeros si tuviéramos que justipreci­ar el aprecio y prestigio popular de cada cual.

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