Catalunya es casi un club
Hoy viernes, el «Govern» y los partidos catalanes deben tomar una trascendental decisión sobre si se posponen las elecciones o si, por el contrario, como defiende en solitario el PSC, se mantienen. No es baladí la decisión, puesto que se juega en el difícil tablero electoral catalán la continuidad del Gobierno de coalición de Pedro Sánchez y Podemos y, al mismo tiempo, que la mayoría electoral separatista catalana. Mientras se solapa otra convocatoria, que algunos consideran incluso más importante: las elecciones a la presidencia del FC Barcelona que, tras una rocambolesca moción de censura y meses de lucha fratricida entre las distintasfamiliasbarcelonistas,pretendendirimir quién debe suceder a uno de los más prudentes y mejores presidentes que ha tenido el Barça, Josep María Bartomeu.
En la lucha por el poder del equipo de club más importante del mundo (con permiso de los seguidores madridistas, que seguro que, entre los lectores, son legión) se discuten cuestiones mucho más importantes que trascienden lo meramente deportivo. Se decide si el separatismo conquista otra de las grandes instituciones catalanas, una vez han conseguido la «Cámara de Comercio», mientras gestionan sin vergüenza la mayoría de los medios de comunicación, han penetrado en el entramado asociativo, religioso y copan la casi totalidad de las entidades culturales. En los próximos meses, las huestes de la ANC y Ómnium, ultiman el asalto del resto de instituciones catalanas, «Foment del Treball», la «Fira de Barcelona» y el «Cercle de Economía».
«El Barça es més que un club» (así lo bautizó Narcís de Carreras, presidente en 1968 y procurador a las cortes franquistas), y la ensoñación del proyecto separatista catalán es dominar la institución culé. Poner al servicio de su causa el potente altavoz de la presidencia barcelonista, es el sueño húmedo de Puigdemont manipulando la institución a través de la proyección internacional de sus jugadores. Ello hace que estas elecciones tengan una importancia mayor de lo que podamos pensar.
Laporta, el hombre de Puigdemont y de Jaume Roures, se siente fuerte y seguro de ganar, basando su estrategia en un discurso populista y directo al estómago del hooligan futbolístico, lo que hace las delicias de reporteros tribuletes de Madrid y Barcelona y que esperarán encantados las derivas juerguistas y amenazantes de un personaje que tuvo graves problemas con la justicia, para vender sus sensacionalistas noticias. Laporta admitió ante un juez haber facturado desde su despacho profesional más de 10 millones de euros por el caso Uzbekistán, participó activamente en los extraños fichajes de Henrique y Keirrison por 24 millones de euros que no llegaron siquiera a debutar, y se le involucró en el caso del espionaje a los directivos y a gente del entorno. Pero sobretodo, Joan Laporta es el amigo de Puigdemont.
El club deportivo con el que se identifica la inmensa mayoría de los catalanes se ha convertido, en los últimos años, en el mascaron de proa de la agitación secesionista, a través de una historia perversa y falseada muy al gusto de los políticos separatistas y que han sabido utilizar el potencial propagandístico de una institución reverenciada en Catalunya, para servir de imaginario ejército en lucha contra la pérfida inquina de España.
En diciembre de 2017 las elecciones al parlamento de Catalunya las ganó Inés Arrimadas, pero no pudimos celebrar su victoria. Tal vez ahora, perdido el Barça en manos separatistas, los constitucionalistas –liderados por Salvador Illa– podamos celebrar una victoria electoral en canaletas. Catalunya no es más que un club, pero se parece a un club.
Los políticos separatistas han sabido utilizar el potencial propagandístico de una institución reverenciada como el Barça