Inconformista irreductible
Se nos ha ido Pepe Caballero, a quien tanto quería. La noticia no puede dejar a nadie indiferente, y menos a sus lectores y a quienes hemos tenido la suerte de conocerle con cierta proximidad. Porque en el plano literario es sin duda uno de los grandes escritores españoles contemporáneos, con obras maestras como las novelas «Dos días de setiembre» y «Ágata ojo de gato» o los poemarios «Descrédito del héroe», «Manual de infractores» y «Entreguerras», que le hicieron merecedor de todos los premios nacionales, incluido el Cervantes, que recibió en 2012 con un memorable discurso. Y en esa clave la pérdida para la cultura española es muy grande. Pero al placer de leerle se sumaba en quienes le conocíamos con cierta proximidad la satisfacción de su trato personal y el afecto que indudablemente despertaba.
Podía tener cierta fama de arisco e intemperante, pero era solo consecuencia de su naturaleza de inconformista irreductible. Le exasperaban los signos de la estulticia e ineptitud en los seres humanos y la funesta manía de no pensar por sí mismos y comulgar con ruedas de molino especialmente desmesuradas. Pero quienes accedíamos a su intimidad encontrábamos una persona cariñosa, simpática y divertida, comprensiva con las debilidades humanas, muy reacia a juzgar a los demás en cuestiones personales. En todo caso, un ser humano entrañable y muy generoso capaz de acompañar a los amigos en los éxitos y en las caídas, y de enseñarnos por la vía de la experiencia que se puede hacer compatible el estoicismo senequista de andaluz cabal con un sentido epicúreo del goce de la vida. Sin olvidar la imprescindible autocrítica, ni excederse en ella. Con la pizca de orgullo necesario para perseverar en nuestros anhelos y no dejarse vencer por derrotas transitorias.
Su inconformismo le hizo abandonar pronto Jerez de la Frontera, su ciudad natal, harto del provincianismo santurrón de la posguerra, dejar sin acabar el bachillerato para hacerse marino en la Escuela de Náutica de Cádiz, y abandonar esa carrera a falta de una asignatura para estudiar por libre Filosofía y Letras en Sevilla, donde aprendió a conocer y abominar de la enseñanza u ni ver si hispanoamericana taria del franquismo y del tipismo andaluz «de Frascuelo y de María». Él era más de la estirpe de Giner de los Ríos, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o Luis Cernuda: andaluz universal, que son los mejores andaluces.
Cuando en 1951 se trasladó a Madrid para intentar hacer carrera en el proceloso mundo de las letras llegó casi con lo puesto y un breve trabajo en la I Bienal de Arte que le ofreció Leopoldo Panero. Luego hubo de buscarse la vida con encargos ocasionales. Entre ellos, un cuadernito oficial sobre «El cante flamenco» (1953) que sentó las bases de la revalorización de un arte hasta entonces denostado intelectualmente. Pasó hambre –¿qué joven poeta no la pasó entonces?–, pero resistió siempre la tentación de vol
edición (1952) de «Las adivinaciones» lleva al verso de la portada la siguiente indicación impresa: «Ejemplar núm. 3». La «Justificación de la tirada» da cuenta de que, además de los 600 ejemplares de la edición normal, se hicieron 50 (numerados en números romanos) para los suscriptores de honor, y 70 para los de lujo. Tengo, pues, si no me equivoco, el tercero de los de lujo, vendidos solo por suscripción, así que lo compré en una librería anticuaria, lo que quiere decir que en aquel momento me importaba su autor.
En algunas de las páginas de ese ejemplar vienen marcados determinados versos que debí de considerar dignos de ser meditados y recordados. Sobre todo los excelentes poemas de amor, como «La amada indecible», o bien otros en la veta de irracionalismo visionario por el que la poesía de Caballero Bonald ha transitado tantas veces. Cuando parecía estar utilizando tópicos del existencialismo característico de aquel momento sabía darles un giro que los llevaba a trascender su horizonte habitual: podía dolerse del sufrimiento que causa la percepción de la belleza, y su dios parecía tener alguna proximidad al de Juan Ramón Jiménez. Uno de los poemas de «Las adivinaciones» dice que entre las miserias de la condición humana se encuentra la inclinación a la belleza: «Déjame lo pequeño, lo brevemente hermoso, una lucha feliz por lo pequeño amado». Citaré uno más: «Aquello que el hombre más quisiera saber / responde siempre mudo dentro de su belleza».
Con la prisa debida a la desgraciada circunstancia que motiva estas líneas, he querido evocar mi grata sorpresa juvenil ante aquel primer libro de Pepe Caballero, tras el cual mi simpatía y mi proximidad hacia él no dejaron de crecer, hasta el desconcierto y la tristeza de hoy.