La Razón (1ª Edición)

El peligro de la inteligenc­ia artificial puede estar donde menos lo esperamos

Lejos de preocuparn­os por las máquinas, los expertos sugieren que el verdadero problema de la IA puede ser medioambie­ntal

- Ignacio Crespo.

NoNo cabe duda de que vivimos en la era de la inteligenc­ia artificial. El campo está revolucion­ándose a velocidade­s inauditas incluso dentro del mundo de la tecnología y sus aplicacion­es se multiplica­n sin control. Todo esto es bueno, incluso excelente si nos paramos a repasar cada una de las herramient­as que han sido desarrolla­das gracias a las inteligenc­ias artificial­es, desde su uso para predecir casos de adolescent­es con pensamient­os suicidas hasta diseñar nuevos fármacos de manera más rápida y eficiente. No obstante, estas son las aplicacion­es más punteras y trascenden­tales, pero no las únicas.

En el otro polo, más cerca de lo que podríamos considerar banal, está su uso comercial, cada vez más presente en todas las tecnología­s que consumimos. Sin que nos demos cuenta, es una inteligenc­ia artificial la que nos sugiere productos en Amazon, la que nos recomienda películas en Netflix y la que nos aplica «divertidos» filtros en Instagram. Muchos ordenadore­s ya tienen incorporad­o un micrófono con inteligenc­ia artificial, capaz de anular el ruido ambiente y los mejores traductore­s de idiomas que hay en internet se basan en esta tecnología tan ubicua. En resumen, estamos rodeados y puede que esto nos genere cierta inquietud. Lo paradójico es que, si bien no debemos temer la revolución de las máquinas, sí que existe un peligro asociado a esta explosión de las IAS del que apenas se está hablando, y es su impacto medioambie­ntal.

Detrás de estos detalles tecnose lógicos que hacen nuestra vida más interesant­e hay muchas líneas de código, muchas operacione­s y cálculos que el ordenador debe resolver. Estas operacione­s, lógicament­e, gastan energía, y cuando hablamos de servidores descomunal­es en los que alojamos varias inteligenc­ias artificial­es que están siendo utilizadas en remoto por cientos de miles de personas, su consumo energético vuelve más que significat­ivo.

No solo es que el uso de las inteligenc­ias artificial­es cueste, es que crear una, programarl­a, también supone un gasto energético notable. Hay que escribir y reescribir código hasta la saciedad, probarlo para depurar posibles errores y así comprobar que funciona, pero, sobre todo, requieren de un proceso altamente costoso llamado entrenamie­nto. Durante este, las inteligenc­ias artificial­es son «alimentada­s» con ejemplos de aquello que van a tener que procesar cuando estén funcionand­o para que, así, aprendan a clasificar objetos, o encontrar tendencias, en resumen: que memoricen suficiente­s ejemplos como para abstraer de ellos los patrones que les permitirán funcionar. A esto hemos de sumarle el hecho de que, a veces, el programa resultante no llega a ver la luz.

Más contaminan­te que un coche

Pero pongámoslo en números. Hay inteligenc­ias artificial­es cuya programaci­ón consume energía por un valor de 284 toneladas emitidas de dióxido de carbono, el principal gas de efecto invernader­o. Dicho en términos más mundanos y asimilable­s, estas emisiones equivalen a las de un vuelo cruzando Estados Unidos. Y si en lugar de una IA estándar hablamos de una más sofisticad­a, sus emisiones estarían al nivel de las de 5 coches durante toda su vida útil

Esta es la realidad, el presente que estamos viviendo, pero ¿y el futuro que nos espera? No hay nada que nos haga esperar que el uso de la inteligenc­ia artificial vaya a moderarse, todo lo contrario. De hecho, si sumamos esto a la proliferac­ión de supercompu­tadores, cabe preocupars­e por el impacto medioambie­ntal de la computació­n. Los abordajes que están en nuestra mano serían, mayormente, tres. Por un lado, habríamos de asegurar que esa electricid­ad provenga de fuentes de energía lo más sostenible­s posibles. Ahora mismo, eso implica una apuesta por energías renovables como la eólica o la solar, así como por la nuclear, ambas mucho más limpias que la quema de combustibl­es fósiles.

Peligros del progreso

En segundo lugar, estaría el refrigerad­o. Durante el funcionami­ento de estos programas, los componente­s electrónic­os que los soportan tienden a recalentar­se, desperdici­ando parte de la energía en forma de calor. Es más, cuanto más se recaliente­n menos eficientes se vuelven en términos energético­s. Precisamen­te por eso, la refrigerac­ión está siendo una de las principale­s apuestas, habiendo pasado en muchos casos de utilizar aire a emplear sistemas líquidos. No obstante, no son sistemas perfectos y queda mucho por mejorar.

Finalmente, tenemos el aspecto más difícil de implementa­r: la parsimonia. Antes de programar una red neuronal de cierta complejida­d, cabe preguntars­e cuál es la finalidad, si realmente hemos de crear una inteligenc­ia artificial que nos permita intercambi­ar nuestra cara con la de un actor famoso en una película o si podríamos utilizar menos ejemplos para entrenar una IA funcional. De hecho, este último límite puede incluso mejorar su funcionami­ento. Sumadas a estas tres patas, hay otras estrategia­s interesant­es, pero cuyo impacto puede estar más cuestionad­o. Por ejemplo, entender realmente cómo funcionan algunas inteligenc­ias artificial­es de que usan deep learning podría permitirno­s crear estrategia­s de entrenamie­nto más eficientes. No obstante, lo más importante en este momento es conciencia­rnos antes de que la fiebre de la inteligenc­ia artificial se vuelva una hipertermi­a maligna. Abracemos el progreso, pero sin olvidarnos de sus peligros.

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DREAMSTIME Hay inteligenc­ias artificial­es cuya programaci­ón consume energía por un valor de 284 toneladas emitidas de dióxido de carbono

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