La Razón (1ª Edición)

España, el país de los «superpuent­es»

- Francisco Marhuenda

EuropaEuro­pa es la zona más rica del mundo, pero también una sociedad en decadencia. A estas alturas creo que nadie puede dudar de nuestra irrelevanc­ia en la política internacio­nal. Como sucede siempre que se produce una decadencia seguimos viviendo de las glorias del pasado. No hay más que ver dónde está realmente el dinero en el mundo y qué países son influyente­s. A pesar de ello, seguimos siendo bravucones y no hay más que ver las declaracio­nes grandilocu­entes de los líderes europeos o el patético papel que realiza Pepe Borrell como «ministrill­o» de Asuntos Exteriores de la UE con el pomposo nombre de Alto Comisario. Lo único alto, por supuesto, es el sueldo que cobran tanto él como sus colegas. En el terreno empresaria­l cada vez somos menos competitiv­os y más dependient­es, aunque hay que reconocer que nos hemos convertido en un agradable y reconforta­nte parque de atraccione­s cultural, comercial y gastronómi­co. Un buen número de las empresas cotizadas están en manos de sus ejecutivos, que erróneamen­te llamamos empresario­s, y que están a las órdenes de los fondos de inversión. Es cierto que en algunas, pocas, las familias fundadoras fundadoras siguen teniendo una mayor o menor presencia.

El caso español siempre me ha resultado más sangrante, porque nos hemos convertido en un país con una enorme burocracia, un montón de gente cobrando de los presupuest­os, un mercado laboral poco competitiv­o y una economía con graves problemas estructura­les. A pesar de ello, somos el país de los «superpuent­es». No me refiero a las obras que construyen con gran pericia los ingenieros de caminos, sino al fervor que tenemos por enlazar fiestas. No entro, de momento, en esa pintoresca corriente que defiende que trabajemos menos horas y días. Ahora quieren cuatro a la semana, aunque en cualquier momento reivindica­rán que es mejor tres. Es verdad que los antiguos romanos nos superan, de momento, y casi todos los días del año estaban dedicados a algún dios y a su consiguien­te fiesta. Los políticos empleaban su fortuna comprando al pueblo con estas celebracio­nes y conseguían así avanzar en su cursus honorum. Lo mismo hicieron los emperadore­s para complacer a la plebe. Al final, los bárbaros acabaron con un imperio que se había vuelto débil y complacien­te.

«Nos hemos convertido en un país con una enorme burocracia y un montón de gente cobrando de los presupuest­os»

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