La Razón (1ª Edición)

Irene Papas, cariátide del folclore

- Matías G. Rebolledo

TeníaTenía más gracia que Cardinale, actuaba mejor que Loren y pisó muchas más tablas que De-neuve. De-neuve. La actriz griega Irene Papas, diva del celuloide e icono mediterrán­eo gracias a su participac­ión en «Zorba, el griego» (1964), fa-llecía fa-llecía ayer a los 96 años tras varios lidiando con las conse-cuencias conse-cuencias del Alzhéimer. Más de 60 películas y alguna que otra incursión en esa televisión que despreció siempre que pudo, contemplan, de manera póstuma, una carrera que arrancó pegada al teatro clásico. Desde bien joven se especializ­ó especializ­ó en papeles como el de Medea, Antígona o Electra, Electra, consagránd­ose como una gran dama del Peloponeso mucho antes de que el séptimo arte se fijara en el negro de sus ojos. Esa misma pasión helénica la llevó a la gran pantalla, donde desde la década de los sesenta se dedicó a replicar lo que había hecho durante años a platea llena. Así le llegó su gran oportunida­d, de la mano de J. Lee 'ompson, en «Los cañones de Navarone», casi replicando replicando el modelo de la mujer grande, curvilínea y elocuente que siempre rendía bien en la taquilla europea. Para cuando cuando el Costas Gavras que aún no se había enamorado de París la eligió como su musa, Omar Shariff la elevó al estrellato estrellato y se confirmó en él con «Z» (1969), una de esas pocas películas que entrarían en el ranking de las mejores de todos los tiempos de cualquier cinéfilo.

La dictadura griega la obligó a marcharse del país con su arte, recalando en Italia y después en el agitado Nueva York de los setenta. Allí se convirtió en reliquia viva, dama inaccesibl­e de la jet set y pareja de Marlon Brando. «Fue el amor de mi vida», llegó a afirmar al fallecer el mismísimo mismísimo señor Corleone. El desamor la haría, como no podía ser de otra manera, volver a donde fue feliz y giró por todo el mundo retomando las tragedias helenas. Ello la trajo varias veces a España con el Teatro Clásico de Mérida como destino favorito –donde cada noche de actuación se convirtió en anecdotari­o viviente– y la Castellana como centro de operacione­s. Protagoniz­ó, también, una «Medea» «Medea» con Núria Espert en la dirección y en plena ebullición condal por los Juegos de Barcelona 92’, y llegó a fundar una escuela de teatro en Sagunto para revitaliza­r la escena del teatro romano que alberga la ciudad valenciana. El hermanamie­nto mediterrán­eo la llevó a trabajar también para la Ciutat de les Arts, en Valencia, pero un desencuent­ro desencuent­ro con la directiva precipitó su salida de la institució­n ya en 2005. Se antoja complicado descifrar quién fue realmente realmente Irene Papas, pero no qué significó: el molde original de la diva escénica, esa diosa de las tablas que jamás aceptó aceptó su crepúsculo y una figura «más grande que la vida», que dicen los sajones, de esas que eran capaces de cotillear con Truman Capote y después negociar el regreso de exiliados exiliados con el ex presidente Andreas Papandreu. Para el recuerdo, uno de sus últimos papeles, también a la órdenes órdenes de un maestro mediterrán­eo como Manoel de Oliveira, Oliveira, en «Una película hablada» (2003).

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EFE La actriz Irene Papas durante la representa­ción de «Las Troyanas» de Eurípides en Sagunto en el año 2001

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