La estirpe de los maestros
AquelAquel muchacho era un desconocido. Un periodista todavía imberbe. La Real Academia Española se había reunido en una sesión plenaria y él debía enterarse de ciertos pormenores. Pero los académi-cos académi-cos pasaron sin atender sus preguntas ante la socarronería de un fotógrafo que percibía para ese aprendiz un futuro desalentador. Cuando Francis-co Francis-co Rico salió, más que un plu-milla, plu-milla, lo que percibió fue un chaval que se encontraba al borde de la desesperación. –¿Nadie te cuenta nada? ¿Si Anson ha estado? ¿No se lo vas a preguntar?
–En esto, estoy solo. ¿Queda alguien más?
–Me temo que soy el último.
El lólogo gozaba ya de fama y había logrado lo que muy po-cos po-cos han conseguido antes que él: que la gente entrara en las librerías para comprar «El Qui-jote» Qui-jote» de Rico, obviando el nom-bre nom-bre de Cervantes. Pero esa tar-de, tar-de, el maestro, dejando de lado su celebridad, aunque no el sentido del humor, apostó por ese don nadie y le salvó la pa-peleta. pa-peleta. Ninguno de los dos po-día po-día anticipar entonces que el destino los reuniría después en diversas entrevistas, congresos y foros. Una serie de encuentros que permitieron al reportero apreciar mejor a un hombre que había convertido la ironía en un baluarte de la inteligen-cia inteligen-cia y que, a pesar de su intimi-datoria intimi-datoria presencia, siempre le regaló su simpatía y le permitió corroborar lo divertido que re-sultaba re-sultaba si se disponía de un oído despierto para las pala-bras. pala-bras. Rico conservaba una vi-sión vi-sión amena de la cultura, aun-que aun-que latiera en el fondo de sí mismo cierto pesimismo. Des-de Des-de hacía años, percibía cómo la cultura que él representaba desfallecía bajo el signo de es-tos es-tos tiempos nuevos. Rico per-tenece, per-tenece, en presente, a la estirpe de los grandes humanistas. Esos a los que Europa debe tan-to tan-to y que cuando desaparecen, dejan, es inevitable, cierta sen-sación sen-sación de pérdida y orfandad.