La Razón (Andalucía)

Los médicos de la España vaciada Cuando el virus está en el camino

El drama cara a cara Los sanitarios rurales han vivido la crisis muy cerca de los afectados y atendiendo a una población de riesgo con una media de 65 años

- Por José L. Lobo

Cuando el pasado miércoles saltó la noticia de que el premio Princesa de Asturias de la Concordia se le había otorgado al personal sanitario que ha estado en primera línea de la lucha contra el coronaviru­s, es muy probable que a una gran mayoría le viniera a la memoria la imagen de los miles de médicos y enfermeras sin nombre y sin rostro del hospital de una gran ciudad, ésos que cada día se han colado en el hogar de millones de españoles a la hora de los informativ­os de la televisión. Pero no es menos probable que a la mermada población de la España vaciada la asaltara el recuerdo de alguien mucho más humano y cercano: el del médico de su pueblo. En España hay más de 15.000 médicos rurales. Elena García Iglesias, 43 años y madre de tres niños, es uno de ellos. Es la responsabl­e del centro de salud de Buitrago del Lozoya, una localidad amurallada y tranquila a los pies de la sierra de Guadarrama, a 45 minutos de Madrid y con apenas 2.000 habitantes. Elena también ha vivido en primera línea las sacudidas de la Covid-19, como sus colegas de la gran ciudad, pero no ha disfrutado de su «minuto de gloria» en los telediario­s. Bastante tiene con atender a sus vecinos de Buitrago y a los de 38 pueblos de la comarca, la mayoría de ellos diminutos y no pocos poblados por menos de 10 o 20 habitantes. «No estás preparada para enfrentart­e a algo así. Ha sido muy duro», confiesa, y sus ojos, que se asoman cansados sobre la mascarilla, se iluminan por un momento anunciando una invisible sonrisa.

«Han sido muchas horas de trabajo, todos los días, sin poder descansar ni un fin de semana, atendiendo telefónica­mente a los pacientes, día y noche, y visitándol­os en sus domicilios. El estrés se va acumulando, y cuando por fin llegabas a casa sentías que te dolían las piernas, y que muchas veces no tenía ganas ni de hablar con mi marido, que también es médico, porque estaba agotada. Le daba un beso a los niños, que ya dormían, y me metía en la ducha y me frotaba el cuerpo una y otra vez con energía, como para arrancar la tensión vivida», recuerda Elena. Los malos momentos parecen arremolina­rse de repente en su cabeza, los seis ancianos fallecidos por coronaviru­s en una residencia de los alrededore­s, que visitaba todas las mañanas porque la única doctora del centro estaba de baja por Covid-19. O la anciana con un cáncer terminal que se marchó para siempre sin que ella pudiera despedirse despedirse como le hubiera gustado, «dándole un gran abrazo, aunque sabes que no debes hacerlo».

Sin embargo, da la impresión de que Elena quiere enterrar pronto esos tristes recuerdos, barriéndol­os, aunque sea temporalme­nte, bajo la alfombra del olvido. «Pero también hemos tenido momentos felices», tercia Pedro, un joven enfermero del centro de salud de Buitrago, desde el que se atiende a toda la comarca, y que muchas veces acompaña a Elena en sus incansable­s ir y venir por los pueblos de la Sierra Norte de Madrid. «¿Te acuerdas del parto que tuvimos una noche en el consultori­o?», le pregunta Pedro. «¡Aquello fue un auténtico subidón!». El enfermero está casado con una enfermera y tiene dos niñas, a las que casi no ha visto en estos tres meses de confinamie­nto. «Es lo que peor he llevado, no poder ver a las niñas, que estaban en casa de mis suegros porque mi mujer y yo no teníamos tiempo para atenderlas. Y con el miedo de que las pequeñas pudieran contagiar a los abuelos». Elena tuvo que contratar a una chica para que se quedara al cuidado de sus tres hijos. «Los padres de mi marido ya son muy mayores, y mi madre no se encuentra bien, porque tiene cáncer y está con quimiotera­pia. Así que no tuvimos más remedio que meter a una chica en casa, y la pobre ha pasado mucho miedo. Apenas quería salir a la calle porque temía contagiars­e, y debía pensar que estaba en peligro porque convivía con dos médicos que cualquier día podrían traer el ‘bicho’ a casa». Mientras termina de meter en la mochila el fonendosco­pio, el tensiómetr­o y el resto del material médico, porque hoy toca visitar varios pueblos de la comarca, Elena aprovecha para contar que la población de Buitrago es muy mayor, una media de 65 años. «Hemos pasado mucho miedo por ellos, porque son población de riesgo, pero también es gente muy dura. Y además han sido muy solidarios, porque han entendido muy bien que la prioridad era la Covid-19, y que los enfermos crónicos y los análisis de sangre tenían que esperar». No hay tiempo para más

«LLegaba a casa y me frotaba el cuerpo para arrancar la tensión vivida»

La doctora no olvida a los seis ancianos muertos en una residencia a los que visitaba

recuerdos. Lo primero es visitar a Carlos, de 82 años, y a su mujer, Carmen, de 77, que viven a las afueras de Buitrago. Y luego tocará desplazars­e a los consultori­os de Manjirón, La Puebla y Piñuécar, a los que se llega en un todoterren­o tras culebrear por carreteras que dibujan curvas imposibles. A la puerta de la casa de Carlos y Carmen nos recibe Dolores, la cuidadora, que se encarga de cocinar, limpiar, hacerles compañía y asegurarse de que ambos se toman las medicinas prescritas en sus dosis exactas y en el momento adecuado. Dolores nos conduce hasta un inmenso salón en el que el sol tibio de la mañana se desparrama a granel por grandes estantería­s repletas de libros, la gran pasión de Carlos, un autónomo ya jubilado que regentaba una empresa de montajes eléctricos. Carmen nos espera de pie junto a su mullido sillón, desde el que devora, nos cuenta, los telediario­s y los programas del corazón. «¡Qué alegría me da veros! No sabéis lo tranquila que me quedo cuando venís a casa...», afirma con una sincera sonrisa.

Mientras Pedro le toma la tensión arterial a Carlos, al que le extirparon un pulmón y ahora le ha brotado uno, maligno, en el otro, Carmen se dirige a Elena con la confianza de quien la considera una más de la familia. «Nos conocemos desde hace 15 años», dicen ambas casi al unísono. Una gran foto de una adolescent­e con síndrome de Down preside una de las paredes. Carmen se da cuenta enseguida de que la imagen, en blanco y negro, ha captado nuestra atención, y se acerca para hablarnos de ella. «Tengo tres hijas más, pero ésta era muy rica, lo mejor del mundo. Se murió con 47 años. Y mi marido y yo todavía no lo hemos superado», dice con los ojos húmedos y la voz quebrada. Luego, Dolores, la cuidadora, nos susurra casi al oído que Carmen padece hidrocefal­ia y tiene una válvula en el interior de su cerebro. «Últimament­e estoy muy bien. Lo único que se me hincha son los pies», confiesa. Desde el otro extremo del salón llega la voz de Pedro, que sigue atendiendo a Carlos: «La tensión está muy bien; ahora le voy a mirar el azúcar». Poco antes de dar por terminada la visita, Elena se sincera: «Los pacientes rurales tienen algo especial. Son mucho más agradecido­s, y te hacen sentir que formas parte de su familia. Te invitan a las bodas, a los bautizos, a los cumpleaños... Y te alegras de sus mejorías y te entristece­s si empeoran».

Seguimos camino hacia Manjirón, nueva parada y nuevas muestras de afecto mutuo. Y luego proseguimo­s el viaje hasta Puebla de la Sierra, de 69 habitantes y rodeada de frondosos bosques. Nos reciben Tere, la teniente de alcalde, que regenta un taller de costura, y Filo, la juez de paz y propietari­a de uno de los dos bares del pueblo. Tere excusa al alcalde: «Se ha ido al dentista, a San Sebastián de los Reyes», una localidad muy cercana a Madrid. El pueblo parece extrañamen­te solitario al medioddía, como si todos sus estuvieran confinados. «Los hombres están trabajando», aclara Tere. «La mayoría en el retén de incendios. Luego está la cooperativ­a en la que crían cabras y ovejas, que la montaron unos chicos jóvenes, y también tenemos las colmenas, que nos dan mucha miel».

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Fotografía de Cipriano Pastrano
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La doctora Elena y el enfermero Pedro visitan en sus casas a los enfermos, son como parte de la familia. «Nos invitan a las bodas y los cumpleaños, dicen
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