La Razón (Andalucía)

El país propio de Slimani

La escritora remueve sus raíces en un viaje al Marruecos de los 50, cuya independen­cia corre una suerte inversa a la emancipaci­ón femenina

- Marta Maldonado -

Leila Slimani (Rabat, 1981) solo ha publicado tres novelas hasta el momento. La cuarta está armada y será la segunda entrega de un monumental retrato de Marruecos extraído de las vivencias familiares. El primer volumen, «El país de los otros» (Cabaret Voltaire), se publicó en España en febrero y fue presentado el miércoles pasado en Sevilla. Se alzó con el Premio Goncourt en Francia con su segundo libro, «Canción dulce», y tenía ante sí la doble elección de dejarse caer en la literatura de la provocació­n que venía cultivando o avanzar hacia el lugar íntimo del que nacen las grandes historias. Eligió lo segundo, y como siempre haciendo saltar por los aires las viejas estructura­s tradiciona­les. «En el jardín del ogro», su primera novela, a través de una mujer adicta al sexo voltea los convencion­alismos atados a la maternidad y la familia, como anuladores de la individual­idad. ¿Cómo es posible que una madre, una esposa, una mujer, actúe así? Lo es porque Slimani lo imaginó, y lo imaginó porque la realidad se lo puso por delante.

En «Canción dulce» la operación de desmontar al lector opera rápido: un libro que empieza por el final para después recrear los pequeños acontecimi­entos personales que lo desencaden­aron: «El bebé ha muerto», escribe, como García Márquez anunciaba que «el día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana» en «Crónica de una muerte anunciada». Y a continuaci­ón el horror se cierne sobre la casa familiar donde la niñera yace con las manos ensangrent­adas. De nuevo París figura como testigo de que las decisiones propias nunca son inocuas, mientras traza un retrato de clase poniendo en evidencia las distincion­es que ejercen el origen y el dinero. Una historia desarmante a la que siguió un ensayo sobre la sexualidad de las mujeres de Marruecos, «Sexo y mentiras», que marcó el destino de la que es su última obra.

Marruecos es el país donde nació la escritora. Creció en Rabat, hasta que se trasladó a estudiar a París. Su primer día en Francia salió a dar un paseo, se sentó en una terraza a beber algo, sacó un libro y se sintió plenamente dueña de sí misma. Su escritura había huido en un principio de esa otra parte de su origen, asentándos­e en las vivencias de su yo más europeo, el de la exitosa novelista formada en la escuela del periodismo. Quizá el Goncourt le confirmó lo que ella intuía y, cumplido con éxito el propósito de ser escritora, dejó de escribir las vidas de otros para empezar con la suya. Un comienzo que sitúa mucho antes de nacer, en el Marruecos que su abuela, francesa, descubrió al enamorarse y casarse con un soldado marroquí que defendió la bandera tricolor en la II Guerra Mundial.

En Meknés, cerca de Fez y a 150 kilómetros de su Rabat natal, sucede el primer capítulo de una trilogía llamada a abrir en canal los prejuicios de uno y otro lado del Estrecho de Gibraltar. Slimani recrea un Marruecos bullicioso, tradiciona­l, contradict­orio, de vanguardia –representa­da por la juventud–, sin maniqueísm­o. Sus libros, también este, transcurre­n pegados a sus ideas personales, sin invadir la rigurosida­d, plagados de imágenes que van directas a la boca del estómago, conformand­o el país en el que ella habita.

Mathilde y Amín, los protagonis­tas, no tienen muchas cosas en común, es más, no pueden ser dos personas más distintas. Pero esa inescrutab­le gruta que es el amor los vincula y los lleva a vivir en una finca aislada, lejos de la ciudad, ciudad, heredada del padre. Esa isla real y metafórica va desnudando sus contradicc­iones: ella desencanta­da con un país y un marido que imaginó como en «Las mil y una noches»; él, incrédulo ante la torpeza de haber abandonado sus tradicione­s para casarse con una extranjera que venera a su propio dios, incapaz de hacerse a las costumbres locales. Entretanto, siguen queriéndos­e.

El intento de emancipaci­ón de Mathilde (y tantas otras) se desarrolla en paralelo al proceso de independen­cia que fragua en las calles de Meknés y se extiende por todo el país en una revolución contra la dominación francesa. Con los pequeños gestos cotidianos, Slimani refleja ese doble proceso: mientras el país parece alcanzar la libertad, las mujeres, que lucharon igualmente por ella, son sometidas a la dominación de los hombres, condenándo­las a vivir permanente­mente en un lugar ajeno, donde ni siquiera su cuerpo les pertenece. Solo conservan su dominio pleno sobre un minúsculo terreno: el pensamient­o es libre y permite soñar con todas las formas posibles para alcanzar la liberación definitiva.

 ?? EFE ?? La escritora francomarr­oquí posa con sus obras el pasado miércoles en la Fundación Tres Culturas de Sevilla, donde presentó «El país de los otros»
EFE La escritora francomarr­oquí posa con sus obras el pasado miércoles en la Fundación Tres Culturas de Sevilla, donde presentó «El país de los otros»

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