El Sónar baila por el futuro
El festival inicia sus actividades para el gran público con nombres como Arca, Fennesz o Sevdaliza
En junio hace calor. En julio no hace calor, no. Hay incendios, radiaciones mortales, asfixias y que los niños bajitos no se vean, no importen, que se aparten si no dan sombra, por Dios. El cambio obligado de fechas del Sónar ha multiplicado los esfuerzos de la organización por sorprender, fascinar y entretener a su público. Y al menos ayer lo consiguieron, demostrando que el cambio climático es irresistible, pero y qué.
La primera jornada de conciertos en Montjuïc empezó con fuerza con el virtuosismo colorista y tropical de los peruanos Dengue Dengue Dengue, que suena a enfermedad pero que es más una condición del bajo que hace musical todos los estados de ánimo. Con máscaras, y pinchando con compañía de un bongo man, divirtieron a los pocos que se atrevían a estar a la luz en el Sónar Village. Más nocturno, más transformador y futurista sonó Lotic, artista queer que se sitúa en medio de una crisálida digital llena de lásers para proyectar una propuesta liberadora de beats oscuros que buscan la luz. Y la encuentran. Cuando el género no busca representación, sólo posibilidad, la maravilla ocurre.
A su lado, la propuesta de Shiva Feshareki sonaba abrupta e indecisa, indecisa, como una Dj que sólo tuviese mil principios sin saber cómo desarrollarlos o peor, hubiese decidido no hacerlo.
En el Sónar Cómplex, Daito Manabe mostraba cómo las imágenes que proyecta el córtex cerebral, traducidas por un ordenador, no dejan de ser recipientes cubistas bajo un fondo daliniano. O sea, que las vanguardias históricas todavía dictan cómo entendemos las imágenes, algo decepcionante sí vas al Sónar en busca de futuro. El japonés ponía sonidos de perros, gatos y pajaritos y te mostraba cómo el cerebro es un monstruo que se los come y los transforma en teteras y basureros. ¿Podremos dar imagen a nuestros sueños? No, porque según lo visto ayer lo hemos hecho toda la vida y por tanto es redundante y aburrido.
¿Y Rosalía? ¿Qué pasa con Rosalía? ¿No estaba? No, este año no, aunque parezca mentira. A ver si no va a ser verdad que el Sónar sólo habla de futuro.
Después hubo la sorpresa de una banda como las de toda la vida, con guitarra y todo, Obongjayar, que son de (NG) que son las siglas de un país que existe y que a estas alturas da pereza interpretar. Lo que queda claro es que el Sónar hay artistas de todos los géneros y de todo el mundo. Ofrecieron una especie de free jazz espacial que sonó viejo y, por tanto, aburrido. Todo lo contrario que la salvaje, inglesa, melenuda e intrigante Afrodeutsche, con una sesión de atmósferas psicosisianas y aturdimiento emocional de otro nivel. Aunque la verdadera gigante fue Sevdaliza, y es algo literal, porque parecía enorme en el escenario del Sónardome. Es una especie de Alejandra Alejandra Magna a punto de conquistar el mundo con Aristóteles susurrando «¡más poesía, más poesía!» Pop electrónico de texturas triphoperas para robar la luna y sentirte de fábula tras el saqueo. Con una voz mezzo-venenosa y una puesta en escena mesmerizante, con bailarina y todo, fue la triunfadora de la tarde.
En ese momento, el Sónar había recuperado su aspecto habitual. La fiesta llegó por sorpresa con los sudafricanos Faka, activistas Lgtbi que hablan un idioma raro, pero se les entiende todo. Vestidos de Donna Summer, lo suyo es ritualismo ruidista y reivindicativo que invita a bailar para que la humanidad sea mejor. La gente bailó y la humanidad siguió igual, pero valió la pena. Poco después, Fennesz, con su electrónica para homenajear el fin de los días, ponía taquicardia y melancolía a un tiempo con imágenes de un sol moribundo detrás. El Sónar es definitivamente un espacio de contrastes.