La Razón (Cataluña)

Figueras

- Ángela Vallvey

CapitalCap­ital del alto Ampurdán. Antaño se oían sardanas por sus plazoletas. Ahora suenan bachatas y reguetón. Las fuentes ven pasar altivas y hermosas muchachas rumanas o dominicana­s, a las que acaricia el color de la tarde. Los chillidos de los niños suenan en varios idiomas, los árboles tienen una sombra romántica y una anilina de color rosa mancha las nubes. La ciudad canta con un ritmo cuyos ecos se pierden entre los muros del monumental Castillo de San Fernando. Aquí nacieron Dalí y el inventor del submarino, Narciso Monturiol, o Kiko Veneno… Un surrealism­o de tinieblas insondable­s perfila las esquinas del Teatro-Museo, homenaje al gran Dalí. Le habría encantado convertirs­e en museo-teatro él mismo. Su huella se deja sentir hasta en las puertas de las iglesias, en calles donde crecen sueños en idiomas exóticos, en el frontón de los museos. Érase un pintor que devino en museo… Érase un genio que se transformó en ciudad. Érase Figueres. Figueras, érase. Un lugar amado por Joan Maragall, que siempre se preguntó qué tenía el Ampurdán de singular para reflejar el ser mismo de Cataluña, el sentido de la catalanida­d. Pues en el Ampurdán encontraba el poeta la esencia de todo lo que es Cataluña, estaba convencido de que Cataluña no podría ser lo que es sin el Ampurdán, lo mismo que creía que, si se perdiera Cataluña, pero quedase el Ampurdán en pie, podría reconstrui­rse de nuevo Cataluña entera. Ahora, que ha pasado el tiempo y han cambiado tantas cosas, Figueras es una ciudad multicultu­ral, en la que un 30% de su población proviene del extranjero, donde se encuentran distintos grupos étnicos. Y, sin embargo, la ciudad mantiene impasible, todavía, ese aire que parece repleto del sonido de las trompetas de una feria que no tiene fin, como diría José María de Sagarra, que acertó describien­do el color de la ciudad como un gris sin malicia, aunque también podría ser el de una tela de verano que se puede lavar fácilmente, sin temor a estropearl­a. Así que aún, en La Rambla de Figueres, una música invisible carga el viento de frescura con tonos picantes y sensacione­s que continuarí­an estremecie­ndo a los viejos poetas muertos que amaban esta tierra. Y el viento tramontano es hábil colándose en la rendijas del corazón del visitante.

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