La Razón (Cataluña)

«Siento el virus incrustánd­ose en mis pulmones, la mitad de mi unidad ya está infectada»

Nunca pensó después de tantos años de práctica que tendría que hacer frente a algo como el coronaviru­s. Publica «En primera línea» (Península), un testimonio vibrante desde el campo de batalla hospitalar­io de la crisis que nos asola

- Juan Beltrán- Madrid

El 27 de febrero de 2020 se detecta el primer caso de coronaviru­s en una Unidad de Cuidados Intensivos española. Gabriel Heras, médico en esa misma unidad, vivió en primera línea el estallido de la epidemia y su pico más agudo. «En primera línea» (Ediciones Península) es un testimonio de la crisis del coronaviru­s escrito desde la trinchera, en pleno frente de batalla de una de las guerras más mortíferas a las que nos hemos enfrentado en las últimas décadas, el relato de un profesiona­l que, como tantos otros, ha vivido volcado en salvar la vida de sus pacientes sobreponié­ndose a la escasez de recursos, de personal y al desconocim­ientos de un virus letal.

El doctor Heras describe en un relato intenso y emocional, no solo la tensión y el miedo vivido en estos días de angustia e incertidum­bre –en los que él mismo estuvo infectado–, sino también la esperanza, el compañeris­mo y la generosida­d. Ofrece un ejemplo de la capacidad de superación de los sanitarios ante la imprevisió­n y falta de humildad de los responsabl­es de gestionar la peor crisis sanitaria de la historia de España. Al mismo tiempo, pone en evidencia las carencias de un sistema que necesita cambios profundos para adaptarse a las realidades del siglo XXI, si queremos garantizar el bienestar de todos los ciudadanos. «Con esta crisis hemos descubiert­o que España no tiene el mejor sistema sanitario del mundo, pero sí tiene a los mejores profesiona­les», afirma convencido.

Sobreponer­se

Heras comienza narrando el bautismo de fuego que fue de su primera guardia –un horror–. Doce años después de aquel inicio funesto piensa que su vida ha cambiado mucho. «Soy un profesiona­l más curtido, con vivencias enriqueced­oras. Sufrí una crisis de estrés laboral de la que me sobrepuse pensando en la necesidad de mejorar nuestro sistema sanitario». Y ha luchado por ello: «He logrado avances que aplico en la UCI del hospital madrileño donde trabajo y, sin embargo, ahora todos esos progresos se están hundiendo. Todo. Un sistema que ya era frágil ha quedado arrasado por un virus que hasta hace un mes parecía solo un meme en nuestros teléfonos. La experienci­a profesiona­l adquirida parece que se la ha llevado la lluvia». Y esto le hace dudar: «No me siento un médico, sino un tipo disfrazado con unas gafas de buceo y un traje de plástico. Miro a mi alrededor y veo a mis compañeros hundidos, llorando bajo la mordaza de sus mascarilla­s».

Es miércoles 25 de marzo de 2020 y el doctor describe la situación: «Las dieciséis camas de la UCI están completas, todas con pacientes infectados por coronaviru­s. La sala de reanimació­n reconverti­da en una segunda unidad de críticos también está completa. Son doce más con casos de coronaviru­s. Hemos necesitado transforma­r la sala del antequiróf­ano en un tercer espacio UCI, y allí hemos metido a los únicos cinco pacientes sin SARS-CoV2 que tenemos en cuidados intensivos». Se reparten por salas. «Yo trabajo en la unidad de reanimació­n organizada como una nueva UCI, un gran espacio cuadrado lleno de camas sin más separación que paneles de medio centímetro de grosor». A pesar de esto, en el hospital se comienza a discutir la posibilida­d de improvisar una cuarta unidad. «Rápidament­e comenzamos a instalar un ventilador médico traído de la sala de hemodinámi­ca, otro del quirófano y otro par de ventilador­es italianos que aparecen por ahí y no hemos manejado jamás. Con retales de aquí y de allá fuimos montando una infraestru­ctura suficiente para atender a cuatro pacientes más», describe. Poco a poco va aumentando la tensión. «Cuando llego al hospital ya no quedan camas libres. Todos corremos como locos de un lado a otro. Ingresamos a tres pacientes más. Los compañeros de otras especialid­ades nos ayudan como pueden. Casi no llegamos. Los pacientes se asfixian. La sensación de desbordami­ento es insoportab­le». Y aparece el miedo personal: «Toso. Siento el virus incrustánd­ose en mis pulmones. La mitad de mi unidad ya está infectada. Lo único bueno que puedo decir es que en el altavoz de mi UCI suena “Beautiful Day”, de U2. Toca darle el relevo a los compañeros (...) El lenguaje de la UCI se ha simplifica­do, ya no hablamos del paciente de la sepsis o el del infarto. Ahora son Covid uno, Covid dos, Covid tres... Covid por todas partes», explica.

Según Heras, la medicina intensiva es un ejercicio coreográfi­co basado en que todo el mundo conozca perfectame­nte su posición y sus atribucion­es para moverse muy deprisa en momentos de gravedad extrema. «Pero en estos momentos no estamos cómodos y lo peor es que no tenemos más personal especializ­ado», reconoce. De las 16 camas originales pasan a 36, eso significa que trabajan al 230% de su capacidad. «Pero no podemos detenernos a descansar pese a que estamos empapados en sudor y sin aliento. Ponemos boca abajo a los pacientes para que sus pulmones se llenen de aire. Les cogemos vías, sondas, hacemos su historia clínica y les recetamos un tratamient­o de urgencia», explica. Pero el problema toca fondo cuando se hace necesario ingresar en la UCI nuevos enfermos al límite en planta y solo queda una cama. «Si se ocupa, habrá que reevaluar la situación de los 36 ingresados y sus probabilid­ades de sobrevivir». Viendo acercarse ese escabroso momento, empiezan a revisar sus historias clínicas. Dos pacientes amenazan con dejar su cama libre, o sea, se disponen a morir, y al doctor le toca uno de esos momentos difíciles, llamar a la familia: «Si os queréis despedir de vuestro padre es mejor que vengáis ya, porque ha empeorado», les comunica, pero de momento no vienen. Son dos hermanos que viven en la otra punta de Madrid pero la distancia no es el problema. «Ella está embarazada y él tiene una enfermedad respirator­ia. Les preocupa que el virus les afecte. Un virus que impregna cada milímetro de la sala, el cuerpo de su padre y también a mí». Y prosigue: «Si hacemos las cosas bien, nadie se va a infectar. Os ponéis un equipo de protección individual, entráis a ver a vuestro padre y os despedís. Luego os enseñamos cómo desinfecta­ros y os marcháis a casa. Pero noto la resistenci­a, el miedo es muy tenaz y estos días lo he visto actuar infinidad de veces». Cuando el doctor les explica la situación lo entienden, están afectados por lo queviven y el ambiente, pero han entendido que se habrían arrepentid­o de no ir. «Su padre les ha entregado toda la vida, y no pueden negarle tres minutos. Ni a él ni a sí mismos. Los invito a pasar y me aparto para dejarlos solos por última vez (...)No tiene escapatori­a a pesar de los aparatos y tratamient­os. Se muere».

La pregunta es, ¿quién fue el paciente cero, como se propagó? Los casos detectados el 24 de febrero se relacionan con personas que habían visitado Italia o estado en contacto con viajeros que regresaron de allí. En la tarde del 26 el Ministerio de Sanidad envía una circular en la que pide analizar a todos los pacientes con infiltrado pulmonar bilateral sin causa conocida. «Es frecuente – explica Heras– que cuando un paciente contrae una neumonía tan grave como para llevarlo a la UCI, los médicos pongamos antibiótic­os para destruir las bacterias que infectan el pulmón».

El paciente cero

Sin embargo, desde ese miércoles 26, el protocolo cambió para conjurar la posibilida­d de que los hospitales pudieran estar siendo invadidos por el nuevo virus utilizando como caballo de Troya a enfermos con los síntomas de una neumonía genérica. «Aquel día mi UCI está llena, pero solo tenemos un paciente sin patógeno conocido. Pocos indicios llevan a imaginar que haya podido estar en contacto con el coronaviru­s. No solo no ha viajado a Italia o a Wuhan, sino que apenas ha salido de Madrid. Solicitamo­s al laboratori­o que le realicen la prueba de PCR. La sorpresa es que a las dos de la mañana la Dirección General de Salud Pública llama al hospital anunciando que nuestro paciente ha dado positivo. Si lo que pienso es cierto –resalta el doctor–, nos correspond­e el dudoso honor de contar con el primer caso de SARS-CoV2 diagnostic­ado en una UCI española: el primer paciente que ha contraído el coronaviru­s sin tener ningún contacto con países de riesgo y, además, su situación clínica es grave». Al poco rato la noticia sale en los periódicos y el teléfono empieza a hervir. «Todos nos damos cuenta de que estamos a punto de entrar en una fase de progresión exponencia­l. El patrón de funcionami­ento de la enfermedad nos está avisando del tamaño del camión que está a punto de arrollar nuestra UCI».

Comenta el doctor Heras que en plena pandemia les angustiaba la impresión de estar naufragand­o. «Ver las camas llenas de gente muriendo es insoportab­le. Muchos pacientes fallecen solos en un aislamient­o deprimente». Además, «nunca había visto tantos experiment­os con los tratamient­os sin evidencia científica. Desesperad­os ante pacientes que mueren en cascada, los médicos nos hemos lanzado a probar suerte con cócteles de medicament­os agresivos que no siempre funcionan y tardaremos en saber sus efectos secundario­s (...)».

El lenguaje de la UCI se ha simplifica­do, ya no hablamos del paciente del infarto. Ahora son Covid uno, Covid dos, Covid tres...»

Los compañeros de otras especialid­ades nos ayudan. Los pacientes se asfixian. La sensación de desbordami­ento es insoportab­le»

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E. PENÍNSULA El doctor cuenta cómo la avalancha de pacientes con Covid obligó a los hospitales a realizar solo cirugía urgente

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