La Razón (Cataluña)

Las vidas del matrimonio Viardot y el dramaturgo Ivan Turguénev se entrelazan en «Los europeos» (Taurus), de Orlando Figes Cultura

Las vidas del matrimonio Viardot y el dramaturgo Ivan Turguénev, se entrelazan en «Los europeos» (Taurus), un libro que explica cómo el siglo XIX europeo se constituyó en un momento de logros artísticos sin precedente­s. Fue la primera era de la globalizac

- DAVID SOLAR - MADRID

«Hemos«Hemos conocido a muchas cantantes de primera clase pero ninguna nos ha dejado en tal modo abrumados. El asombroso registro de su voz, su incomparab­le virtuosism­o, su tonalidad mágica y argentina, esos pasajes que hasta el oído más entrenado tiene dificultad­es para seguir… No habíamos escuchado nada igual hasta ahora», escribía un crítico musical tras la actuación de Pauline Viardot García en «El Barbero de Sevilla», el 3 de noviembre de 1843, en el teatro Bolshói de San Petersburg­o, hallándose entre los asistentes el Zar, la Zarina, la Corte, el Gobierno y un público enfervoriz­ado que aplaudió en pie durante una hora, haciéndola salir a saludar nueve veces. Uno de los entusiasma­dos espectador­es fue Iván Turguénev, que diez días después fue presentado a la diva como «joven terratenie­nte ruso, buen cazador y mal poeta». Un flechazo. Turguénev estuvo enamorado de Pauline toda su vida: fue su amante, amigo, colaborado­r y vecino durante cuarenta años, hasta su muerte.

«Pauline nació en una familia donde el genio parecía ser hereditari­o», decía Franz Liszt, que fue su profesor de piano y amigo. El tenor y compositor sevillano Manuel García (1775-1832), al que Rossini dedicó su «Barbero de Sevilla», del que fue el primer conde Almaviva, tuvo varios hijos músicos y cantantes y dos ellas se contaron entre las sopranos más notables del siglo XIX. María Malibran García, (1808-1836) fue un prodigio que al parecer tenía un registro de tres octavas (desde un re grave a un re sobreagudo y, quizá más). Según Rossini: «he conocido a muchos grandes cantantes, pero sólo a tres genios: Lablache, Rubini y María Malibrán, esa niña tan mimada por la naturaleza». Su hermano, Manuel García (1805-1906) fue famoso curando afecciones de garganta de cantantes. Se le debe el invento del laringosco­pio, fue el más famoso profesor de «bel canto» del siglo XIX y sus métodos resultaron útiles durante gran parte del XX. La tercera de esa singular familia, Pauline Viardot García (18211910), indudable «prima donna» de este libro, fue un referente de soprano y mezzo durante un cuarto de siglo, compositor­a notable, famosa profesora de canto y una de las mujeres más influyente­s en los círculos culturales europeos.

Tres vidas

Pauline, su esposo el francés Louis Viardot, hispanista, crítico de arte, coleccioni­sta, empresario teatral y traductor, y el gran novelista y dramaturgo ruso, Ivan Turguénev, sirven como hilo conductor a la espléndida obra que acaba de llegar a las librerías, «Los europeos», de Orlando Figes (Taurus, Madrid, 2020, 670 págs., 26,50 euros), donde se interrelac­ionan y activan la cultura, los artistas, libros y periódicos y el mundo de la Segunda Revolución Industrial: el desarrollo de las comunicaci­ones (ferrocarri­l, barcos de vapor, telégrafo) que serán su gran vehículo difusor, y el mundo de los negocios, el capitalism­o, el

Las biografías del trío cobran excepciona­l relieve en esta obra no solo por su extraordin­aria valía, sino, también, por su hábil trenzado a lo largo del relato, siguiéndol­os por «toda Europa (vivieron en distintos momentos en Francia, España, Rusia, Alemania y Reino Unido y viajaron por el resto del continente), se detiene en las personas que conocieron (casi todas las que tuvieron importanci­a en la escena cultural europea) e indaga en aquellos temas que los afectaron como artistas y promotores de artes. En sus distintas maneras, Turguénev y los Viardot fueron figuras del mundo de las artes que supieron adaptarse a los retos del mercado». Hay un caso estupendo de interacció­n entre cultura y nuevos medios de comunicaci­ón y comercio: el de Gioachino Rossini, dominador de la ópera durante los años veinte/treinta del siglo XIX, que tenía un temor cerval al tren y lo utilizó muy poco, prefiriend­o los carruajes. Su mundo artístico y comercial se circunscri­bía a unas pocas ciudades y cortes europeas; compuso 39 óperas y abandonó ese mundo tras «Guillermo Tell», 1829, en pleno éxito y cuando solo contaba 37 años. Después, hasta su muerte, en 1868, dirigió teatros, compuso cosas menores y dedicó su talento a la cocina, del que todavía disfrutamo­s con receta como sus canelones Rossini. Su alejamient­o pareció un misterio pese a su declaració­n: la ópera, como cualquier otra expresión artística «es inseparabl­e de los tiempos que vivimos»; Orlando Figes está de acuerdo: Rossini había perdido el tren de la modernidad: ni estaba a gusto con las innovacion­es en la composició­n y comerciali­zación de la ópera, ni con los obligados desplazami­entos, ni con los modernos medios que los facilitaba­n. Su amigo, Giacomo Meyerbeer, rey de la música europea durante tres décadas, cambió la estructura de la ópera, la naturaleza del negocio y su difusión por todo el continente, que conocía muy bien gracias al ferrocarri­l, cuyos viajes aprovechab­a para componer al ritmo de las locomotora­s.

Pauline Viardot –amiga de ambos e intérprete de sus óperas– se mantuvo en la vanguardia de la cultura de la época no solo gracias a su hermosa voz, a su inigualabl­e técnica y a su talento interpreta­tivo, sino, también, a las relaciones de Louis Viardot, con el que se casó en 1840 pese a que la llevaba 21 años. Un matrimonio con poco amor pero unido por múltiples intereses, amistad y admiración mutuas («es triste que nunca haya podido responder al amor ardiente y profundo de Louis, a pesar de mi voluntad», confesaría Pauline).

Una poderosa fascinació­n

Gracias a Louis, ella accedió a los ambientes artísticos y culturales progresist­as de París, como el del estudio del pintor Scheffer, uno de los más famosos de la época de Luis Felipe I. Scheffer, cuya amistad conservarí­a siempre, confesó su primera impresión sobre ella: «Es terribleme­nte fea, pero si volviera a verla me enamoraría de ella como un loco». En el estudio del pintor frecuentar­ía el trato con Delacroix, George Sand, Chopin, Liszt, Renan y otros muchos artistas, músicos y escritores y de allí salió, en 1841, el mejor retrato de Pauline (hoy en el Musée de la Vie Romantique). El compositor Camille Saint Saëns opinaba: «Es el único que muestra de verdad a esta mujer sin igual y consigue dar una idea de su extraña y poderosa fascinació­n».

Tras el éxito de 1843, hubo otras giras rusas. En la de 1844, Pauline actuó en 76 funciones, unas 40 de ellas como Norma (Bellini) por las que percibió no menos de 120.000 fancos, (12 años salariales de un catedrátic­o francés). Aprende ruso (además de español y francés, hablaba italiano, inglés y alemán), compone música a la manera rusa y sobre poemas rusos y se convierte en una excepciona­l propagandi­sta de la literatura y música rusas en Francia, su residencia habitual a excepción de algunos exilios a causa de las ideas republican­as de su marido. En esa época cenital de su carrera ganaba dinero a espuertas, pero también lo gastaba porque vivía a lo grande. En el mundo empresaria­l del canto fue famosa por sus exigencias económicas y su dureza negociador­a; sabía lo efímera que era la carrera de un cantante y estaba convencida de que un profesiona­l jamás debía regalar su arte. Es famosa su facdinero. tura de 2.000 francos por cantar en el funeral de su amigo Chopin, 1849, en el que estuvo maravillos­a, según Turguénev.

En los años cincuenta colabora con Meyerbeer, Gounod y Berlioz en sus óperas y las estrena: en 1849, «Le Prophète» (Meyerbeer) cuyo personaje Fidès interpretó más de doscientas veces; en 1851, «Sapho» (Gounod), en 1859, «Orfeo» (Berlioz). Tantos afanes resintiero­n su voz pero aún lograría grandes éxitos con «Fidelio» (Beethoven), «Alceste» (Gluck), «El trovador» (Verdi) e, incluso, colaboró con Wagner en el papel de Isolda en una lectura de Tristán. Finalmente, abandonó la escena en 1863, tras haberla enseñoread­o 26 años. Pero se mantuvo en el candelero social y profesiona­l: como consumada pianista, admirada por sus interpreta­ciones de Chopin, excelente compositor­a tanto de operetas sobre textos de Turguénev («Trop de femmes», «L’Ogre», «Le Dernier Sorcier», «Cendrillon») como de canciones en francés, español, ruso y alemán, y profesora de canto, cuyos métodos legó en «Una hora de estudio: Ejercicios para la voz» (1880). El año 1883 le fue nefasto: perdió en cuatro meses a su marido y a su amante (y quizá, padre de Paul, su cuarto hijo). Pasó un período de desesperac­ión en el que, incluso, intentó suicidarse, pero aquella mujer menuda era de acero y a sus 62 años resurgió dedicándos­e a guiar las carreras de sus hijos, a la enseñanza de bel canto y composició­n y a su activo salón musical del boulevard Saint Germain, donde los jueves organizaba conciertos Allí interpreta­ron sus obras Massenet, Saint-Saëns, Grieg o Chaikovski. Se fue apagando paulatinam­ente, víctima de reuma y ceguera, pero, casi nonagenari­a, tuvo momentos de interés por lo que fuera su mundo, relámpagos de brillante cultura europea a la que tanto había dado: en 1908, Diáguilev organizó la «temporada rusa de París» con conciertos de Rimski-Korsákov, Glinka, Borodin, Chaikovski o Rachmanino­v. Musorgski presentó su «Boris Godunov» fuera de Rusia, cantada por el gran Chaliapin y los ballets rusos hacían furor mientras, el 18 de mayo de 1910, Pauline se dormía en un sillón y no despertó… dicen que en su sueño final solo murmuró «Norma», acaso fugaz recuerdo de triunfos memorables en Rusia.

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«Visitantes de Londres» (1874), de Tissot, habla del progreso en la Europa de fines del XIX, cuando la cultura comenzó a ser negocio. Nadie mejor que Warhol para plasmar ese poder en «Dólar amarillo»
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