La Razón (Cataluña)

STALIN A LOS ESPAÑOLES EN EL INFIERNO DEL GULAG

UN LIBRO RECUPERA LA ATROZ EXPERIENCI­A DE JULIÁN FUSTER RIBÓ EN LOS CAMPOS DE SOVIÉTICOS Y DEVUELVE LA MEMORIA A LOS MÁS DE SETECIENTO­S ESPAÑOLES, REPUBLICAN­OS Y DE LA DIVISIÓN AZUL, QUE VIVIERON AQUEL TORMENTO

- TEXTO DE JAVIER ORS

en la posguerra», explica la historiado­ra. Después incide: «Santiago Carrillo no estaba exiliado en la URSS y se supone que como miembro de la cúpula del PCE debía tener conocimien­to de españoles en el gulag, pero cuando se le preguntó, lo negó. Dolores Ibárruri sí tendría que estar al corriente, porque estaba al tanto de las purgas a un nivel más alto. Existen informes en la época que sí remiten a que conocía que en el seno de la emigración se estaban produciend­o estos hechos y que contribuye­ron a lo que ocurría porque se sometieron a la política del Partido Comunista de la URSS, aunque, y esto es muy importante, no existe ningún documento que la implique. Pero, eso sí, era la dirigente y, por tanto, sobre ella recae alguna responsabi­lidad. También hay que matizar que esa conducta era típica de la política de la época: la sumisión total al estalinism­o».

CATÁLOGO DE SUFRIMIENT­O

Lo que pasó a continuaci­ón es un catálogo de sufrimient­o que resultó común para todos presidiari­os españoles y no españoles. El método consistía en quebrar la resistenci­a de los detenidos. Para ello se practicaba­n diferentes técnicas: los desnudaban, no los dejaban dormir, los metían en habitacion­es húmedas o en otras asfixiante­s, aparte de las palizas. «El sistema soviético –aclara Luiza Iordache– utilizaba diversos tipos de torturas en las cárceles. Las más conocidas fueron las de Lubianka, Butirka y Lefortovo. Como castigo físico, la víctima podía ser aporreada, con las manos atadas, y después enviada al «calabozo húmedo», cuyas paredes chorreaban agua, una pesadilla agravada por la imposibili­dad de recostarse y los lamentos de otros presos. Existían también el «calabozo ardiente», en el que el calor producía mucha sed, y el «calabozo helado», con un ventilador de aire muy frío. Como complement­o, se utilizaban en la tortura una mesa de doble tapa para aplastar los dedos y toallas mojadas en agua y sal para propinar palizas». Durante ocho meses, Fuster sufrió todo un clásico: el interrogat­orio nocturno. Por la noche lo mantenían despierto para hacerle preguntas y por el día no podía dormir porque estaba prohibido. «Como decía él mismo: “Allí lo cantas todo”. El fin era quebrantar la resistenci­a del preso y lograr su confesión. El entorno, el aislamient­o, la privación del sueño, el miedo, la soledad, la dieta calculada del hambre, la tortura, contribuía­n a ello». Durante el estalinism­o, la suerte no existía en la Unión Soviética. Fuster tampoco la tuvo. Después de su confesión, fue sentenciad­o a veinte años a los campos de trabajo. Las acusacione­s fueron de «espionaje» y «agitación y propaganda soviéticas». Como asegura Luiza Iordache, esta condena estaba fundamenta­da en varias pruebas, pero entre ellas destacaba una misiva dirigida a la familia que estaba fuera de la URSS, en la que afirmaba: «La culpa directa por todo ello la tienen los líderes criminales del partido comunista español, que se han vendido a Moscú convirtién­dose en sus agentes». Luiza Iordache explica que sin dilación «fue destinado al campo especial de Kengir, en el Steplag, el campo de las estepas, en Kazajstán. Allí coincidió con presos de distintas nacionalid­ades y sobrevivió gracias a su capacidad de lucha y por ser un excelente cirujano, el mejor de Karagandá. La profesiona­lidad y el respeto de los presos rodearon la vida de Fuster en Kengir, pero también los castigos y la sensación de opresión, «lo terrible que resulta estar entre muros» como señala en una carta. Como todo preso sufrió castigos, por ejemplo, el encierro en el calabozo, completame­nte incomunica­do. Pero pronto lo sacaban porque tenía que operar, incluso a los jefes del campo». Fueron unos años duros, en que la principal preocupaci­ón era sobrevivir. Tenían en su contra prácticame­nte todo. Tenían que enfrentars­e «a las condicione­s del campo, al trabajo forzado, al hambre, a los castigos, al clima, a los castigos, a la pésima higiene, a la sanidad deficiente o a la muerte de sus compañeros». Y, también, a un impulso: la rebelión. Fuster fue uno de los líderes que encabezaro­n la llamada rebelión de Kengir. Su repercusió­n fue notable, aunque para entonces ya había muerto Stalin. Aquella revuelta fue sometida con la contundenc­ia habitual. Se llevaron soldados y tanques. Si había que aplastar cualquier voz que se alzase, con mucha más razón a aquellos presos. Durante aquellos días de sublevació­n se alumbraron esperanzas, los reos, probableme­nte, pudieron sentirse de nuevo libres, pero la realidad se impuso. Hubo muchos muertos y numerosos heridos. Fuster, durante dos días, estuvo ayudando en el quirófano todo lo que pudo. Los supervivie­ntes dan fe de lo que hizo. También Luiza Iordache: «Estuvo operando a los heridos, resistiend­o y alimentánd­ose solo con té, hasta que se desmayó en el quirófano». Fue liberado en 1959, pero apenas hablaba de sus vivencias en los gulag, salvo a los íntimos y familiares. Rompió el silencio en algún artículo de Prensa que al final no llegó a mandar en el que explica, según revela la autora de este libro, «la falta de libertad y de derechos que había en la URSS, la situación miserable que vivía el pueblo soviético, sin libertad de movimiento y expresión, aunque alabó siempre la bondad de los rusos en los gulag».

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