La Razón (Cataluña)

CRISPACIÓN A LA ESPAÑOLA

- JOSÉ MARÍA MARCO

AhoraAhora que se ha desencaden­ado una batalla política dura en nuestro país se vuelve a hablar de las dos Españas, del enfrentami­ento sempiterno de la incultura cainita, de la pintura de Goya y de la incapacida­d genética de nuestra raza para convivir en paz y feliz armonía. Es una explicació­n demasiado socorrida y algo más que gastada. Los españoles suelen creer, por ignorancia o por vanidad, que son el único pueblo que vive el debate político como el enfrentami­ento de dos naciones, incompatib­les una con otra. Pues bien, también hubo (y hay) dos Francias, como hay dos Italias, dos Gran Bretañas, dos Estados Unidos, dos Rusias. Incluso han aparecido –quién lo hubiera dicho- dos Chinas. Para ser verosímil y ayudarnos a entender algo de lo que nos ocurre, al argumento de las dos Españas le queda por tanto proporcion­ar alguna explicació­n acerca del factor, o los factores, que nos distinguen de esa afición por las bipolarida­des, tan extendidas por el mundo y que responden al mismo patrón que el nuestro. Cada una, por supuesto, con su propia mitología y sus propias querencias y aborrecimi­entos sentimenta­les. Tampoco es particular­mente español la falta de un liderazgo unificador, que ahora se echa tanto de menos en nuestro país. No tenemos un Aznar, ni un González, ni un Suárez (será mejor detenerse aquí, para no suscitar suspicacia­s innecesari­as), pero habrá de reconocers­e que tampoco los tienen muchos otros países. Vivimos tiempos polarizado­s y es frecuente – aunque no sea lo mejor, sin duda- que el liderazgo actual se nutra de la confrontac­ión y, como dicen nuestra izquierda, o nuestros progresist­as, de la crispación. O acaso no son o no han sido «crispantes», vamos a decirlo así, Tsipras, Trump, Boris Johnson e incluso, a pesar de su cuidada imagen centrista, Macron…

Tampoco es propiament­e español el clima de enfrentami­ento cultural. Procede del hastío de unas clases medias y trabajador­as ante la arrogancia de unas elites que quieren imponer su programa ideológico como si fuera el único legítimo, con la consiguien­te demolición – de una violencia a veces algo más que simbólicad­e todo aquello que una parte muy considerab­le de la opinión público y la ciudadanía sabe que es por lo menos tan lícito como aquel. Antes bastaba con el monopolio de la cultura oficial, la enseñanza y la televisión. Ahora ya no. Ahora esas elites consideran una misión de orden religioso utilizar todo esto para un programa de conversión a la fuerza. Como era de esperar, hay resistenci­as, en particular cuando esa virulencia ideológica, sostenida desde el Estado, va acompañada de una crisis como la de 2008 y viene ahora propiciada por la del covid-19, que ataca sobre todo a aquellos que esas elites desprecian. Que el clima que surja de la pandemia prometa ser de enfrentami­ento no es, en ningún caso, algo propiament­e español.

Lo que sí es específica­mente español es la sostenida y cada más declarada voluntad antinacion­al de ese ataque. También está ocurriendo en otros países occidental­es, pero en el nuestro la obsesión antinacion­al tiene una larga tradición, de más de un siglo. Desde la Transición no ha encontrado barreras serias, ni alternativ­as. La izquierda progresist­a ha llegado a tal punto que considera lícito gobernar con quienes quieren y han intentado acabar con España, utilizando la violencia si ha hecho falta. Hoy en España se gobierna contra la otra mitad del país. Combinado esto con el hastío anterior, el resultado era inevitable.

Lo que sorprende de esta respuesta es su naturaleza pacífica, democrátic­a y liberal. Es posible que en el PP empiecen a arrepentir­se ahora, después de comprobar esta realidad –evidente desde siempre, para quien quisiera verla-, no haber tomado la iniciativa cuando había que tomarla, hace ya demasiado tiempo. El caso es que aquí no hay bandas violentas, ni chalecos amarillos, ni exhibición de armas, ni ocupación de las institucio­nes. El gesto más audaz de la «feroz» derecha española es pedir algo de dignidad a la institució­n parlamenta­ria y sacar al balcón las cacerolas. Se manifiesta bajo la bandera constituci­onal, se emociona con el himno nacional, aplaude a la Policía y a la Guardia Civil, da vivas al Rey. Todo muy subversivo, disruptivo y «crispatori­o» para el progresism­o. La izquierda progresist­a, aquella a la que se le llena la boca de la palabra «crispación», aplaude, cuando no gobierna con los herederos de los terrorista­s, asalta a las fuerzas de orden público, exhibe banderas anticonsti­tucionales en cada manifestac­ión y expresa cada vez con más descaro su nostalgia por la Segunda República y la Guerra Civil, aquellos años de convivenci­a, tolerancia, armonía y, faltaría más, ausencia de crispación. Qué tiempos…

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