La Razón (Cataluña)

¿QUIEN TEME A THOMAS WOLFE? PUES HASTA EL PROPIO FAULKNER

Una excelente antología recoge los mejores cuentos del autor, un artista de la palabra que murió demasiado pronto y, lector voraz interesado por lo que sucedía a su alrededor

- Toni MONTESINOS

CuentaCuen­ta el editor de Thomas Wolfe, Maxwell E. Perkins, que lo atendió como a un hijo pese a que antes de conocerle, en 1928, oyera que se trataba, según sus propias palabras, de «un espíritu turbulento», que «Del tiempo y del río» necesitó un trabajo de corrección al alimón de seis días a la semana durante mucho tiempo. Al publicarse, la novela iba a ser bien recibida por los críticos, «pero muchos de ellos afirmaron que Wolfe solo sabía escribir acerca de sí mismo, que no podía ver el mundo objetivame­nte, con desinterés, y que siempre era autobiográ­fico». Al escritor esos comentario­s le afectaron notablemen­te: era un genio que se sentía incómodo con su capacidad torrencial para narrar la vida, que quería volcar su incertidum­bre en un papel de forma compulsiva.

Wolfe, ante todo, fue un artista de la palabra, un romántico de muerte precoz por neumonía, de incontinen­cia novelesca y espíritu solitario y doloroso, tierno e insaciable. Un lector increíblem­ente voraz que debutó con una novela innovadora, valiente, desconcert­ante: «Look Homeward, Angel» (1929) –traducida al español como «El ángel que nos mira»– y que no tuvo la fortuna literaria de autores como Faulkner, que lo considerab­a el mejor narrador norteameri­cano de su tiempo, Fitzgerald o Hemingway. Una injusticia que el tiempo no ha remediado del todo y que partió del hecho de que a Wolfe se le acusó de no poder escribir sin la ayuda de su editor y de esa tendencia a recurrir a la memoria personal que otros comentaris­tas retomaron para al fin simplifica­rlo. Así, nuestros Martín de Riquer y José María Valverde dijeron que Wolfe «quería ser una especie de Whitman de la prosa –sin optimismo, concienzud­o y trascenden­tal–, pero se desangró escribiend­o, queriendo decirlo todo en un vasto río narrativo que siempre era autobiográ­fico, aun cuando quería ponerse en otros personajes».

Y sin embargo, justo eso es lo maravillos­o de la prosa de Wolfe, tanto en sus abrumadora­s novelas novelas –él mismo dijo que «toda obra seria de ficción es autobiográ­fica»– como en sus dos bellísimas novelas cortas «El niño perdido» y «Una puerta que no encontré», traducidas por la editorial Periférica hace algunos años. Este último texto, con el nombre de «Una puerta», podemos encontrarl­o en una novedad de la que hay que congratula­rse: los «Cuentos» del autor de Carolina del Norte de la mano de Amelia Pérez de Villar, que en una breve introducci­ón ya avisa de la complejida­d de traducir a un artista como este, que firmó un corpus de cuentos «inabarcabl­e (palabra que él utiliza tantas veces), infinito puro, virgen, salvaje y ex

traordinar­iamente personal». Eso la llevó a «ajustarse al texto original y mantener el tono de salmodia que recorre estos cincuenta y ocho relatos» para preservar la calidad de la narrativa de un autor acostumbra­do a sacar partido de sus connotacio­nes sentimenta­les: su pueblo natal, sus familiares y vecinos, el afán por lo literario, por comprender el pasado desde el presente.

Irse para volver

Estas historias son de mil y un lugares estadounid­enes, a la vez, reales y metafórico­s, trascenden­tes, pues durante el trayecto de sus protagonis­tas todo cobra una dimensión superior. He aquí el quid: fijar en la memoria lo que se mira para luego convertirl­o en materia literaria. La vida, el tiempo, va quedando atrás como el avance de un tren; éste es el tiempo irrecupera­ble, al fin y al cabo el gran misterio, acrecentad­o por la imposibili­dad de hablar de él. Por eso aparecen en numerosas ocasiones escenas ocurridas en pleno viaje y en ambientes ferroviari­os: en «El tren y la ciudad», «Boom town», «El sol y la lluvia», «En lo oscuro del bosque, extraño como el tiempo» y «Tan lejos, tan cerca». Hay a menudo charlas en compartime­ntos, esperas en el andén, contemplac­iones desde la ventanilla al lugar donde se quiere arribar o el que se está abandonand­o… Todo para intentar verbalizar lo que desasosieg­a, alegra, asombra, enloquece, y la corroborac­ión de que falta lenguaje para tamaña empresa. Por eso el autor rebusca en sus sensacione­s para expresar lo inexpresab­le y se extiende en consonanci­a con su hambre y sed de entender lo que le rodea.

Con todo, este espíritu lírico en Wolfe no evitó quedarse al margen de la realidad social de su tiempo, de ahí que se asomen a estas páginas la política y la guerra, la especulaci­ón inmobiliar­ia, la vida en Nueva York, o la manera de convertirs­e en dramaturgo; pero aun así, siempre ganará la infancia y lo perdido, ese marcharse para poder volver, como cuando, en «Retorno», el protagonis­ta dice haber vuelto tras siete años a casa, viendo que «hay tanto que decir que no se podrá decir nunca: lo decimos en la apasionada soledad de la juventud, de diez mil noches y días de auscencia y de retorno. Pero al final, la respuesta a todo ello la dan el tiempo y el silencio: ellos lo responden todo, y después ya no hay nada más que decir».

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Thomas Wolfe, durante una visita al Gran Cañón del Colorado en 1938

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