Sinfonía clásica para súperhéroes
JohnJohn Williams es el cine. Nació en 1932 y ha empleado más de medio siglo de carrera para poner banda sonora a las más grandes fantasías, sueños de celuloide que escribe, ordeña y lanza con la precisión de un metrónomo wagneriano. Hacer la cuenta de sus partituras más conocidas equivale a asomarse a lo mejor, lo más emocionante y épico del cine comercial contemporáneo. Al lado de George Lucas y Steven Spielberg, sus dos socios más perdurables –de hecho con el segundo ha trabajado en prácticamente todas sus cintas–, Williams dignificó las viejas historias de aventuras, los cuentos de novela de héroes y monstruos en los rincones oscuros que acechan en el sueño de los niños que fuimos y seremos.
La Biblioteca del Congreso
Williams sabe cuando ponerse grandioso, como en el caso de la «Guerra de las galaxias», como en «Superman», y cuando toca escoger la ruta contraria, minimalista, como sucede en «Tiburón». De esta película cuenta el propio Spielberg que tenía en su cabeza un score legendario, y que cuando Williams se sentó al piano y arrancó con esa melodía esquelética, tocada apenas con dos dedos, creyó que su socio se había vuelto loco. Pero creyó en él, en su olfato, y maridó las imágenes del escualo imponente que aterroriza la isla de Amity con el tema espectral, profundamente inquietante, desarrollado por un Williams que en aquel momento parecía haber sintonizado el espíritu de Hitchcock. La cosecha de semejante dedicación se traduce en cinco Oscar. Pero pocos compositores pueden alardear de que algunas de sus obras han sido consideradas por la Biblioteca del Congreso de los EE.UU. como obras de especial significación histórica y cultural, y situadas junto a otras 550 grabaciones de Enrico Caruso, la Carter Family, Louis Armstrong, Billie Holiday, George Gershwin, Duke Ellington, Bing Crosby, Frank Sinatra, Elvis Presley o Bob Dylan. No menos de ocho de las películas a las que ha puesto música se encuentran entre las 25 más taquilleras.
Se trata de un asunto crucial para quien aspire a entender el arte magnífico de un señor que nunca tuvo entre sus inquietudes primeras la experimentación radical o la indagación y búsqueda de nuevas vías expresivas. Lo suyo más bien es un sinfonismo clásico, una conflagración de planetas y supernovas a lo Gustav Mahler a falta del propio Mahler, del que por cierto es fama que un productor de Hollywood, algo despistado, quiso contratar después de ver/escuchar la «Muerte en Venecia», de Luchino Visconti… sin reparar en que Mahler llevaba 60 años muerto. A falta del autor de aquellas sinfonías restallantes el mundo tuvo que conformarse, y no fue poco, más bien al contrario, con el niño serio y callado que anhelaba emular a su propio padre, músico de jazz, y que llegó de Nueva York a California con apenas 16 años. Había arribado al lugar correcto, y entre otros privilegios le fue concedido el de trabajar como ayudante de otro gigante, Henry Mancini, antes de emanciparse como compositor de bandas sonoras para la televisión. La consagración de este nuevo Tchaikovsky vendría con las películas de catástrofes de los 70 y, sobre todo, con su alianza irrompible, memorable, con Spielberg. Ha trabajado con otros grandes directores y ha repartido su talento en muchas otras películas, pero nada como las maravillas firmadas junto a su gran amigo, de «La lista de Schindler» a «E.T.».