NI SALVAR VIDAS, NI SALVAR LA ECONOMÍA
Durante los últimos meses se nos ha querido vender la idea de que existe una especie de disyuntiva entre «salvar vidas» y «salvar la economía»: adoptar medidas de distanciamiento social muy duras acaso ayudara a frenar la expansión del virus pero, a su vez, también hundirían la economía. Alternativamente, adoptar medidas de distanciamiento social muy laxas podría haber preservado la marcha de la economía pero nos habría abocado a un número extraordinario de muertes. Semejante disyuntiva, sin embargo, es más artificial que real. Una economía en la que no se hubiesen adoptado medidas de distanciamiento social y en la que el virus hubiese campado a sus anchas sería una economía que se habría derrumbado igualmente porque, por un lado, muchos trabajadores habrían tenido que abandonar temporalmente sus empleos por enfermedad y, por otro, muchos ciudadanos habrían dejado de consumir voluntariamente algunos bienes y servicios colectivos (bares, cines, teatros…). Asimismo, una economía total y permanentemente paralizada provocaría tal grado de empobrecimiento que se perderían numerosísimas vidas. Por consiguiente, el objetivo siempre fue el mismo: reabrir la economía tan pronto como fuera posible garantizando la seguridad sanitaria de los ciudadanos.
De ahí que la estrategia sanitaria debería haber sido bien clara desde el comienzo: tomar las medidas de distanciamiento social menos gravosas posibles pero que aseguren la derrota del patógeno. Una detección y actuación temprana, junto con una tecnología eficiente de rastreo de los contagios, podría haber ayudado a evitar la propagación masiva del virus sin necesidad de decretar un duro confinamiento domiciliario (minimizando con ello los daños sobre la economía). En cambio, una detección tardía del virus, cuando éste ya se hallaba muy extendido por todos los rincones de la sociedad, volvía imprescindible un confinamiento casi absoluto para frenar el avance de la enfermedad (maximizando con ello los daños sobre la economía). Esta misma semana hemos conocido que, de acuerdo con el «Financial Times», España fue el país que más tardíamente declaró el confinamiento domiciliario en relación al número estimado de contagiados. Es decir, que fuimos los que más tardíamente reaccionamos y, en consecuencia, también nos ubicamos hoy a la cabeza del número de fallecidos por millón de habitantes. O dicho de otra manera: desde un punto de vista sanitario, haber tomado medidas cuando el patógeno ya estaba tan extendido nos ha costado millares de vidas. Pero, a su vez, haber reaccionado tan tardíamente también ha contribuido a hundir la economía. Precisamente porque el Gobierno de Pedro Sánchez permitió que el virus se extendiera incontrolablemente por todos los rincones de España, cuando tuvo que reaccionar hubo de hacerlo brutalmente: decretando -como le gusta repetir a Sánchez- uno de los confinamientos domiciliarios más duros de Europa. En esos momentos, ya no quedaba otra alternativa… pero antes sí la hubo, haber adoptado medidas de distanciamiento social menos drásticas (suspensión de eventos multitudinarios, cierre del tráfico aéreo, clausura de los colegios, promoción del teletrabajo…). Por eso, como España se ha visto empujada a imponer un confinamiento duro -debido a la incompetencia de sus gobernantes a la hora de prevenir anteriormente los contagios-, nuestro hundimiento económico también ha sido mucho más extremo. No es casual que España también encabece, de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), el ranking de economías que van a decrecer más durante 2020. En definitiva, España es uno de los países con más muertos por coronavirus y uno de los países con mayor devastación económica. Ni hemos salvado vidas ni hemos salvado la economía. Y no es casualidad: se trata de incompetencia gubernamental.