La Razón (Cataluña)

La piña, los bordes y el infierno de las pizzas

- José Aguado

Ulises Fuente Esther S.Sieteigles­ias Javier Ors

AunqueAunq­ue no se lo crean, hay gente que no se come el borde de las pizzas, que cuando llegan a esa parte, lo dejan, con naturalida­d, en el plato. Me parece que es la misma gente que cuando está en una piscina, se pasa la tarde tomando el sol y cuando ve que necesita refrescars­e, en vez de darse un chapuzón y tirarse en plan bomba al agua, abre la ducha, se moja las piernas y ya está.

Es decir, una vez que estás ahí, ve ya a por todas, que nunca sabes cuándo va a llegar una pandemia y te va a dejar sin piscinas durante todo el verano. Una vez que pides pizza y te saltas la dieta y disfrutas del picante y del colesterol y de las manos grasientas y no miras los conservant­es ni colorantes, una vez ahí, a por todas, que no queden ni las migas.

Se hacen muchas bromas de las pizzas que llevan piña, pero no se ha discutido en Twitter lo suficiente sobre lo de no comer los bordes de la pizza (me juego cualquier cosa, por cierto, a que si se empezase a discutir sobre eso, antes o después aparecería­n las palabras facha o traidor. Mi duda es quién sería el facha y el traidor: el que se come los bordes o el que no). (Yo lo tengo claro).

Sólo hay un motivo por el que se te permita (es mi columna, son mis leyes) no comer los bordes de la pizza: que desde hace nueve años te estén llegando todos los días a tu casa sin saber por qué. «A todas horas, da igual que sea entre semana o fines de semana», cuenta Jean Van Landeghem, en Bélgica. «Ha habido veces que me han entregado pizzas a las dos de la mañana».

Las pizzas se han convertido en su pesadilla, en un infierno del que no sabe cómo escapar: «Ya no puedo dormir. Empiezo a temblar cada vez que escucho una moto en la calle y temo que venga alguien a dejarme pizzas otra vez».

Dice que todo empezó hace nueve años, cuando le llegaron un montón de pizzas que no había pedido. Pensó que era un error afortunado, que ese día iba a comer pizza cuando no lo tenía pensado. Pero, antes de hacerlo, para evitar problemas, llamó al restaurant­e y le contestaro­n que no era un error, que se habían pedido desde su dirección. Y desde entonces no ha parado.

A veces se juntan varios repartidor­es en la puerta de su casa. Él siempre las rechaza porque sería imposible hacer frente a la cantidad económica que supone todas las pizzas que le han ido mandando estos años. «A los restaurant­es les cuesta dinero, tienen que tirar la comida», dice.

Lo ha denunciado a la Policía, pero las investigac­iones, por lo visto, han llegado a un punto muerto. No saben qué es lo que sucede, si es un conocido que empezó gastando una broma que se ha vuelto pesada, si es un enemigo o si es alguien a quien Landeghem le reprochó alguna vez no comerse el borde.

Landeghem vive en un mundo distópico. Comer pizza todos los días es un sueño infantil. Él no puede verlas. Imaginen: llega una pizza y les da tanto asco que sólo pueden pensar, incluso desear, comer otra cosa.

Yo qué sé, brócoli.

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EFE Un ciudadano belga no sabe por qué le llegan miles de pizzas
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