La Razón (Cataluña)

Una furia iconoclast­a se ha desatado en EE UU

Una furia iconoclast­a se ha desatado en EE UU tras el asesinato de George Floyd y ha llegado hasta Europa. Las esculturas de próceres caen por los suelos o envueltas en mares de pintura en nombre del racismo y la esclavitud. Esta nueva revisión del pasado

- JOSÉ MARÍA MARCO-

Las esculturas de próceres, por los suelos en nombre del racismo.

EnEn Estados Unidos llevan ya algún tiempo a vueltas con las estatuas de próceres y grandes personaje de otros tiempos. La revisión arrancó en tiempos de Obama, con la censura retrospect­iva ejercida sobre símbolos que de pronto revelaban su carácter racista, como si nunca lo hubieran tenido hasta entonces. A la cuestión de la segregació­n, la esclavitud y el genocidio de los americanos indígenas, se añadió el de la colonizaci­ón española. Cayeron monumentos a Colón, a Isabel la Católica y, en 2017, decapitaro­n en Santa Bárbara, California, la estatua de Fray Junípero Serra. La oleada no es una simple revisión del pasado. Trae una puesta en cuestión de la identidad norteameri­cana. Todo está por recomponer, hasta la fecha fundaciona­l, para la que se ha propuesto la alternativ­a de 1619, año de la llegada de los primeros esclavos negros a Virginia. La patria de la democracia moderna y de los derechos humanos presenta muchas zonas turbias.

El asesinato de George Floyd ha producido una marejada que ha llegado al otro lado del Atlántico y barre ahora la antigua metrópoli. Lo está haciendo con la misma furia iconoclast­a que en la antigua colonia. En Bristol ya han derribado y tirado al mar la estatua de Edward Colston, un traficante de esclavos y gran filántropo, fallecido en… 1721. Muchas otras esperan su turno, entre ellas la del hiper imperialis­ta Cecil Rhodes, el ministro liberal Gladstone (quién lo hubiera dicho), Robert Peele, fundador del Partido Conservado­r, el matemático Ronald Fisher e incluso la del pirata Sir Robert Drake, uno de esos delincuent­es que contribuye­ron decisivame­nte a la gloria de los imperios europeos en su sagrada misión histórica: civilizar, es decir saquear, el resto del mundo.

El racismo y la esclavitud de los hombres y mujeres negros están también entre los pilares de la historia británica. Es imposible concebir esta sin racismo y sin esclavitud. Y va a la par con la historia del Imperio, otro elemento fundamenta­l en la identidad británica. Hasta ahora, lo que se recordaba en el Reino Unisea do de la esclavitud era la contribuci­ón británica a su supresión. Ha llegado la hora de pensarla de otro modo, como ha llegado la hora de pensar y contar de otro modo la historia del Imperio británico y la de la identidad del Reino, tras el Brexit y en plena disolución de los lazos entre los territorio­s históricos. Con Robert Drake en la diana de las iras de los «antirracis­tas», se diría que la revisión crítica ha empezado con buen pie, al menos con humor. No parece que

así. Los manifestan­tes y sus portavoces tendrán muchas virtudes, pero solo forzando mucho las cosas se les podría atribuir alguna intención sarcástica, como ocurrió con cierta frecuencia en el Mayo del 68 francés. Es cierto que estos muchachos son discípulos de varias generacion­es de profesores que han inundado las aulas con la nostalgia de las jornadas revolucion­arias de los años 60. Pero aquí todo parece muy trascenden­te, incluso cuando se suben al pedestal de la estatua que acaban de arrojar al agua. Lo lúdico y lo imaginativ­o se han mudado en fanatismo, algo a lo que los jóvenes, cuando se les adoctrina adecuadame­nte, asimilan bien.

El gesto subversivo parece imbuido de una perfecta credulidad acerca de la bondad de la causa que se defiende. Sin duda que la condena del racismo –no digamos ya de la esclavitud o de cualquier idea supremacis­ta– debe formar parte de los valores vigentes. Están en la base misma de la convivenci­a en libertad. Ahora bien, juzgar el pasado según esta conciencia de superiorid­ad moral tiene algunos inconvenie­ntes. Nos ayuda a ver la realidad como antes no se veía, pero también puede llevar a borrar cualquier diferencia y a negar los fundamento­s de otra escala de valores, otro régimen social, otra forma de vivir y de ver las cosas.

Narcisista­s, en el fondo

Acabar con todo eso también significa acabar con la diferencia y, por tanto, con la posibilida­d de comprender­nos de la única manera posible, que es desde fuera de nosotros mismos. Parece que se glorifica la alteridad, pero en el fondo se está negando al Otro. Los iconoclast­as son también unos narcisista­s que aspiran a contemplar solo su propia imagen en el espejo que ellos mismos han fabricado. Vuelve a triunfar la buena conciencia. Y como siempre, lo hará con resultados perversos. Otro rasgo caracterís­tico de esta obsesión por interpreta­rlo todo en función de los valores propios es

EL RACISMO Y LA ESCLAVITUD

NEGRA ESTÁN ENTRE LOS PILARES DE LA HISTORIA BRITÁNICA. ES IMPOSIBLE CONCEBIRLA SIN ELLOS

la incapacida­d de asumir el pasado. Resulta imprescind­ible hacer una crítica de las barbaridad­es perpetrada­s en nombre de las culturas europeas y de la civilizaci­ón occidental. Otra cosa es rechazar que uno mismo es producto y continuado­r de esas culturas y esa civilizaci­ón. Siempre es ilusorio creer que nos podemos deshacer de nuestra historia como quien se quita una chaqueta. Los antiguos la practicaba­n con lo que se llama la «damnatio memoriae», que consistía en borrar oficialmen­te todo rastro de la presencia de un indeseable. Luego la practicaro­n los revolucion­arios franceses y los comunistas allí donde triunfaron. En nuestro país, la «damnatio memoriae» está instalada como discurso oficial del Gobierno y de los nacionalis­tas. Tenemos una Ley de Memoria Histórica específica­mente dedicada a esos menesteres. Aspira a acabar con cuarenta años de la historia de nuestro país y a pintar una estampa rosa e ideal de uno de los momentos más duros de esa misma historia, como fue la Segunda República. Los podemitas ya retiraron la estatua del marqués de Comillas, esclavista, pero también de los mayores benefactor­es de Barcelona.

Así como somos hijos de lo bueno, también somos hijos de lo malo, e incluso de lo peor. Y los jóvenes británicos que sacan su rabia atacando las estatuas de gente que no les gusta, no van a conseguir borrar esa historia. Dentro de unos años tampoco lograrán borrar las imágenes que los muestran desfogándo­se con los ataques a unas piedras antiguas. Y contemplar­án avergonzad­os todo lo que el gesto tiene de ingenuo. En lo más hondo de este furor casi religioso, como el de los antiguos iconoclast­as, late también algo muy moderno. Como se actúa en nombre de una causa sagrada, no hay debate ni discusión posible. La reivindica­ción de los derechos humanos, intocables de por sí, abarca todos los aspectos de la vida humana, incluido el pasado. Ya no hace falta tener en cuenta la circunstan­cia, ni el conflicto de intereses, ni la discrepanc­ia sobre el alcance de esos mismos derechos, tampoco el debate sobre su aplicación… Todo eso debe ser apartado y censurado, como están cayendo las estatuas de los prohombres de otros tiempos. Así llega a suprimirse, muy rápidament­e, la posibilida­d misma del ejercicio de la política. ¿Para qué, si la causa es tan evidente que no admite discusión? Y en última instancia, basta con declararse víctima, aunque sea víctima retrospect­iva, para que debate quede cerrado.

Lo que empezó hace cincuenta años como un ejercicio de tolerancia y de apertura acaba convertido en una obsesión intolerant­e. Del antirracis­mo y las buenas intencione­s se pasa a la antipolíti­ca y a la voluntad consciente de callar a quien no piensa como yo. Ahí está el peligro de estos movimiento­s. Lo percibe muy bien la gente común. Se niegan a expresarlo, en cambio, quienes ordenan y participan en el debate público. Quizás porque la apelación a las evidencias ofusca la capacidad de análisis. O tal vez porque la posición crítica, por tenue que sea, resulta demasiado peligrosa. En otras circunstan­cias, después del linchamien­to y la mutilación de las estatuas vendrían los de otros cuerpos, más animados y palpables. La nostalgia de la revolución, que es lo que todo esto expresa de fondo, tal vez no sea más que una parodia de una parodia, como Mayo del 68 fue el cierre paródico del ciclo revolucion­ario. O puede ser el arranque de algo distinto, una democracia que destierre la complejida­d, la discusión, el debate honrado, sin odio al que es diferente y sin resentimie­nto para con uno mismo. Suelen ser dos caras de la misma moneda.

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El artista afroameric­ano Kerry James Marshall (en la imagen, una de sus creaciones) reflexiona en su trabajo sobre el concepto de negritud, alrededor del cual orbita su trabajo. En 2018 logró el precio más alto pagado por la obra de un artista vivo negro: 18 millones de euros
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