TREINTA AÑOS DE LA «OPERACIÓN NÉCORA»
«AHORA MANDAN EN EL NARCOTRÁFICO GALLEGO LOS QUE ESTABAN EN EL QUINTO NIVEL»
«Bueno, qué, ¿has cogido el bañador?». En la Brigada Central de Estupefacientes de la Policía Nacional los agentes bromeaban con el destino de la inminente redada que, al parecer, les llevaba «de excursión» a Málaga. Era junio y, tras practicar las detenciones (aún no sabían de quién) igual podían darse un bañito en la playa. Salieron del complejo policial de Canillas en más de 40 furgones, hablando entre ellos y sin darse cuenta de la autopista que cogían. «Yo creo que fue llegando al peaje de la carretera de La Coruña que ya empezamos a decir: ‘‘Uy, esto no va para Málaga”». Así lo recuerda hoy el comisario principal de la Policía Nacional Eloy Quirós, aunque entonces era inspector en el recién creado Grupo de Cooperación Internacional en materia de estupefacientes. El hoy máximo responsable de la Judicial dice que pararon a cenar en Ponferrada, muy cerca del pueblo que le vio nacer hace casi 65 años, y que antes del anochecer llegaron a la plaza de la comisaría de Santiago de Compostela. «Nos entregaron unos sobres cerrados en los que nos distribuían en distintos puntos. Salimos a las 3:00 de la madrugada, cada uno a su objetivo. A mí me tocó un empresario que tenía una gran flota de camiones. Esperamos hasta que salió, serían ya las 6 o las 7 de la mañana y, de ahí, a la comisaría de Vilagarcía, donde habían instalado el centro de mando. Me acuerdo del chalé que tenía este hombre, con vistas a toda la ría y una piscina impresionante... espectacular». Era la ostentación del narco. Aquella madrugada, Quirós y el resto de sus compañeros –unos 300 agentes de la Policía Nacional que llegaron desde Madrid para evitar filtraciones– aún no eran conscientes de que estaban haciendo historia. Bajo la batuta de un joven magistrado de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, y con la implicación del entonces fiscal antidroga Javier Zaragoza lograron dar un volantazo al peligroso rumbo que iba tomando Galicia a la misma velocidad que navegaban las planeadoras de Sito Miñanco por la ría. Fue el principio del fin de la impunidad y se llamó «operación Nécora».
WINSTON DE BATEA
La escasez que sufrió la región los años de la posguerra propició los primeros contrabandos desde Portugal: café, jabón, medicamentos... Los conseguidores de aquellos productos de primera necesidad eran vistos con buenos ojos por un pueblo que rozaba la hambruna y que se sentía olvidado por el Estado. Pronto llegaría el contrabando de tabaco por las Rías Baixas y, con especial incidencia, por la de Arousa. El sistema de introducción era el mismo, solo cambiaba el producto a importar: el «rubio americano». Un producto que, a diferencia del café o el aceite, dejaba ganancias millonarias. La infraestructura ya estaba creada. Los autóctonos conocían como la palma de su mano la orografía de la ría, laberíntica y llena de escondrijos, lo que dejaba muy poco margen de maniobra a quien pretendía perseguirles sorteando bateas a toda velocidad. El dinero que se hizo aquellos últimos años de los 70 y principios de los 80 con el llamado «Winston de batea» –porque en estas plataformas escondían muchas veces el cargamento–, hizo de oro a «emprendedores» como Vicente Otero, «Terito», uno de los pioneros. Destinaban buena parte de los beneficios a mejorar el lucrativo negocio: invertían en las planeadoras más sofisticadas del mercado, sistemas de comunicación, compraban los lugares idóneos para guardar la mercancía y subían el sueldo a sus trabajadores. Dicen que el tabaco que se introducía por estas vías movía 100.000 millones de pesetas al año, lo que suponía una ruina para Hacienda y por eso cambió la ley. «El contrabando dejó de ser sanción administrativa en el 83 y pasó a ser delito», apunta el comisario. Fue cuando muchos se empezaron a animar a descargar otras sustancias. El riesgo sería similar que al descargar tabaco y las ganancias exponenciales. Se abría paso en España un mercado que apenas estaba explotado: la importación de hachís y cocaína. No todos lo vieron bien pero alguno comenzó a hacer las primeras descargas de hachís. El dinero que generaban era un insulto para quienes hacían 40 horas semanales. Sin embargo, los clanes daban trabajo a cientos de personas de forma directa o indirecta en las descargas y vigilancias y muchos negocios nacieron de aquel capital: la economía fluía como nunca en la comarca y se miraba para otro lado. Los kilos pasaron a ser toneladas. El patrimonio que los jefes empezaban a acumular era desorbitado y comenzaron a sacar el dinero de España, al tiempo que iban pisando la cárcel a pequeñas
temporadas. Sus viajes a Panamá para lavar el dinero y sus contactos en la cárcel les hicieron fraguar amistad con colombianos del cartel de Cali y de Medellín, que pronto vieron en sus socios gallegos la entrada a Europa. Hubo quien nunca dio el salto a la cocaína, como el famoso Laureano Oubiña, pero a otros les fue imposible no sucumbir a la tentación. Fue el caso de Manuel Charlín o Sito Miñanco, aunque hubo muchos más. A nivel logístico, funcionaban mejor que nunca y una sola descarga de cocaína equivalía a un mes descargando tabaco de madrugada. Empezó a entrar entonces un «veneno» que los jóvenes probaban sin saber siquiera entonces muy bien qué era. Mientras decenas de chavales morían antes de cumplir los 30 y familias enteras quedaban rotas, unos cuantos no se cortaban en hacer gala de su patrimonio: Ferraris Testarrosa paseando por pueblos, pazos dignos de portada del «Hola» y bolsas de basura repletas de billetes que nutrían unas cajas de ahorros que abrían ex profeso para sus clientes VIP. «No se escondían. Date cuenta de que Sito compró hasta un equipo de fútbol, el Cambados», apunta el comisario. Su patrimonio comenzaba a ser un escándalo y, aunque no estaba tan bien visto como el contrabando, los narcos gallegos impulsaban iniciativas sociales y hasta financiaban campañas políticas, por lo que contaron con la aprobación de buena parte de la sociedad. A nadie parecía importarle lo que estaba pasando en Galicia hasta que la declaración de un «trabajador arrepentido» de estos narcos, que cumplía condena en la prisión de A Parda, llegó a la Audiencia Nacional en un sobre cerrado. Cayó por reparto; es decir, por casualidad, en el Juzgado de Instrucción Central número 5, donde acababa de aterrizar en febrero del 88 un joven magistrado jienense. Era Baltasar Garzón, quien se convertiría en el principal artífice de «Nécora».
UN EXAMEN PSIQUIÁTRICO
Aquel sobre contenía el testimonio de Ricardo Portabales, que contaba con pelos y señales cómo funcionaban las cosas por allí arriba. El ex magistrado, que capitanearía un operativo de unas dimensiones desconocidas en España hasta el momento, reconoce hoy que se quedó en shock. «Pedí que se le hiciera examen psicológico para saber si su testimonio era consistente o era un fabulador en busca de celebridad. El relato era tan potente que me pareció imprescindible tener ese informe psiquiátrico», confiesa ahora. Pero Garzón aclara que, de la mano de este testimonio, surgió otro problema: cómo proteger a este hombre. «No era una cuestión baladí, se estaba jugando la vida. Hablamos de crimen organizado y, aunque no hubo altos niveles de violencia, a lo largo de