El cielo ya no quiere esperar
El aeropuerto de Madrid Barajas Adolfo Suárez no es ni la sombra de lo que fue. Bueno, sombra, sí, porque sus monumentales instalaciones están repletas de ellas, de sombras a falta de viajeros. La apertura de las fronteras comunitarias y del espacio Schengen fue ayer el bautismo de eso a lo que llaman nueva normalidad en todas las instalaciones aeroportuarias. La vida se frenó en seco hace 98 días y los desfibriladores anímicos tiene trabajo extra para recuperar algo parecido al pulso perdido. Quienes pisaron las terminales se verían teletransportados a una anomalía que ha llegado para quedarse al menos hasta que la vacuna o el tratamiento eficaz contra el coronavirus nos ayude a retornar al pasado que añoramos. Cuando se pasea por las tripas de los aeropuertos se descubre el rastro inequívoco de la enfermedad. No solo es el vacío y el murmullo que precede al silencio. También que la tramoya de este decorado pandémico son esas marcas y carteles que nos recuerdan el mal que habita aquí. Los bares y los restaurantes son aún una zona muerta, en la que solo se sirve nostalgia con unas gotas de amargura. Fuera, como convidados de piedra, los taxis que aguardan que la vida y la carrera aterricen de una vez. Llegaron los primeros vuelos internacionales y partieron otros. Surcamos los cielos con destino a la esperanza.