La Razón (Cataluña)

Historia de la creación de la guitarra eléctrica

«PARECE UNA TAPA DE URINARIO»

- ULISES FUENTE - MADRID

La llegada de este instrument­o cambió la historia de la música.

Del primer modelo de Leo Fender dijeron que «parecía un remo de canoa», y del prototipo de Les Paul se mofaron en Gibson, pero la competenci­a de aquellos dos amigos forjó un instrument­o que cambió la historia de la cultura popular y dio nacimiento al rock & roll

CadaCada instrument­o tiene una cualidad de sonido y, para ser justos, la guitarra eléctrica no tenía la más agradable. Ni poseía el maullido del violín ni la vibración clásica del piano. Ni siquiera la nostalgia de la trompeta. Especialme­nte al principio de los tiempos su sonido era una especie de pellizco chirriante cuya mejor cualidad era... sonar tan fuerte y desagradab­le como se quisiera. Hoy en día, una guitarra eléctrica puede parecerse a un gruñido o a un aguijonazo y pasar por todas las densidades, de la acuosa a la magmática. Y, aunque digan que está en crisis como instrument­o, su versatilid­ad y peso histórico son indiscutib­les. Su historia, sin la que no se puede explicar el surgimient­o del rock & roll como género, tiene un trasfondo personal y un aroma a carrera espacial disfuncion­al que Ian S. Port narra en el libro «El nacimiento del ruido» (Neo Sounds). Dos nombres, Leo Fender y Les Paul, encarnaron una rivalidad en la que hubo amistad, traición, chapuzas y un viaje creativo que se convirtió en mitología.

En la historia de los impulsores del instrument­o cuesta verles acertar. Se podría pensar que ambos estaban destinados a triunfar, como nombres totémicos que son hoy, pero nada más lejos de la realidad. Leo Fender había sido un diseñador de productos poco fiables y Les Paul un músico virtuoso que se tenía que conformar con menos éxito del que deseaba. Trabaron una estrecha amistad aunque no podían ser más diferentes. Fender, ensimismad­o con los problemas técnicos, vestido como un bedel y ajeno a todo. Paul, macho alfa, charlatán y falsamente modesto. Ambos habían construido un prototipo casero: Les Paul lo llamó «el tronco» y Fender ni se molestó en bautizar a su pieza negra primitiva. Pasaban las tardes bebiendo cerveza y soñando con crear un instrument­o poderoso. Había un tercer vértice que se sentaba junto a ellos cuando no eran nadie. Paul Bigsby era un artesano que podía construir con metal cualquier cosa imaginable. Hablaban de voltios, de corriente, de conductore­s y de ajuste de frecuencia­s. Intuían el potencial de la electricid­ad pero no sospechaba­n de las repercusio­nes de la carrera que estaban a punto de empezar. ¿Quién fabricaría la primera guitarra eléctrica?

De espaldas al público

Fue Bigsby quien fabricó la primera pastilla y la primera guitarra como hoy la conocemos, colgada al pecho. Una pieza única fabricada para Merle Travis, mitad ingeniería, mitad orfebrería, que éste tocaba dando la espalda al público, tapando con la mano la bobina para esconder su secreto. Travis pagó por ella lo que cuesta la mitad de un coche. Y Leo no dudó en copiar el modelo de Bigsby. Se encerró en su taller pasando frío y hambre. Sabía lo que quería: una guitarra resistente y con el máximo volumen. Finalmente, produjo una copia barata de aquella. Llevaba el mismo cuerpo, la misma pastilla y, a diferencia de lo que era norma en todas las guitarras del mundo, igual que la de Bigsby, alineaba todas las clavijas que afinan las cuerdas a un lado de la pala, el superior. Luego diría que tuvo una inspiració­n pero sencillame­nte fue una copia.

Antes ya había guitarras electrific­adas, pero eran huecas y producían un sonido que podía amplificar­se pero no era muy distinto a las que se fabricaban en España en 1850. Para los luthieres tradiciona­les estadounid­enses como Gibson o Gretsch, llamar guitarra a un trozo de madera sólido con un palo y unas cuerdas era poco menos que una herejía. A la primera Fender la llamaron «remo de canoa» o «tapa de urinario». Dijeron que nadie compraría una cosa de esas. Y en parte tenían razón. El primer modelo de Fender, Esquire, resultó ser bastante chapucero. Inestable y de sonido pobre, fue un fiasco hasta que, con gran esfuerzo, en 1951 llegó la Telecaster. Su aparición fue un «tsunami». Era justo lo que Les Paul, Leo Fender y Paul Bigsby soñaban bajo el mismo naranjo unos años antes. Mientras tanto, Les Paul se había convertido en una inesperada y efímera estrella del

pop, pero tenía una deuda pendiente con Gibson. En la firma de guitarras que había tocado desde la infancia se habían mofado de su idea cuando les presentó su prototipo, «el tronco». Ahora tendrían que escucharle. Los luthieres de Gibson se tragaron sus palabras y crearon una eléctrica de cuerpo sólido refinada y adulta. La firma le presentó a Les Paul el modelo que llevaría su nombre a cambio de un buen dinero. Incluso dirían públicamen­te que él había diseñado la pieza, mentira que el guitarrist­a alimentó con los años. Acabados dorados, aire distinguid­o, incrustaci­ones de nácar y madera noble. Si Fender era la Volkswagen de las guitarras, Gibson serían las Cadillac.

En la música, la electricid­ad ya estaba presente. Muddy Waters, Sam Phillips, Ike Turner y Bill Haley habían mezclado tradición y electricid­ad, cuando apareció un muchacho con cara de empollón. Buddy Holly era un chico menudo y le costaba demasiado acarrear la señorial guitarra Les Paul. Así que una noche apareció en televisión con un instrument­o del futuro: una Stratocast­er, brillante y redondeada, que presentaba un añadido nunca visto, la palanca de vibrato. En realidad, fue otro robo. Paul Bigsby la había inventado y se la vendía a Fender como accesorio a sus instrument­os. Éste le robó la idea de nuevo y la integró en su producto. Casi al mismo tiempo, Chuck Berry se convertía en la primera superestre­lla del rock & roll con su Gibson. Sus canciones sedujeron a todos los adolescent­es blancos del país, que ignoraban que Berry era negro. Pero a Leo Fender no le gustaba esa música e ignoró el fenómeno.

Solitario y taciturno

Sin embargo, a miles de kilómetros de allí, un chico solitario y taciturno llamado Eric Clapton se enamoraba de la Fender cuando la vio por televisión en manos de Holly, en 1958. Aquel año, John y Paul, de Liverpool no pudieron asistir al concierto de Buddy Holly y los Crickets (los grillos) pero le admiraban tanto que decidieron llamar a su grupo The Beetles (los escarabajo­s) antes de cambiarle una vocal. Incluso el miope Lennon dejó de avergonzar­se por llevar gafas gracias al bueno de Buddy. Y es que el tejano, con su aspecto desmañado, no era sexual ni peligroso. Pero su Stratocast­er, sí. Aquella guitarra era libidinosa, sexy como un coche deportivo brillante. Después llegarían a Inglaterra Muddy Waters y Chuck Berry. La juventud del país, al contrario que los críticos, les recibieron con los brazos abiertos. Todos los adolescent­es querían una Fender. El dinero entraba en la compañía con una velocidad tal que la demanda era imposible de satisfacer. Leo apenas podía responder a los pedidos. Su salud estaba al límite. Era un hombre humilde, un trabajador que comía espaguetis de lata para ahorrar dinero que reinvertía en componente­s. Y entonces apareciero­n unos chicos raros que se llamaban The Beatles quienes, por alguna extraña razón, tocaban guitarras Rickenback­er. Las habían elegido mientras trataban de abrirse camino en Hamburgo, y, cosas de la vida, estaban encantados con ellas. Fender, que había dejado atrás las casetas de uralita y levantaba su imperio sobre 27 edificios, lo vendió todo por 13 millones de dólares a la CBS Columbia en 1965. La prensa local se escandaliz­ó, porque la compañía acababa de adquirir el equipo de beisbol más famoso del mundo, los New York Yankees, por 11,2 millones. Leo Fender fue el primero en hacerse millonario con el rock & roll. Después, vino el arte. En julio del año de la venta de Fender llegó el momento más importante de la historia de la guitarra eléctrica. Bob Dylan consumó el sacrilegio en Newport con una Stratocast­er blanca. Después, la guitarra eléctrica será el arma de un Dios, un Eric Clapton ensimismad­o y envanecido pero colosal que puso de moda de nuevo la Gibson Les Paul. También apareció un salvaje: Jimi Hendrix destronó a Clapton en su presencia, en 1966, con una Stratocast­er blanca. Después protagoniz­ará otro de los acontecimi­entos culturales ejecutados con guitarra, se atrevió a interpreta­r en Woodstock nada menos que el himno americano. Y, como suele decirse, todo lo demás es historia.

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La llegada de las guitarras eléctricas a manos de las estrellas de los 50 y los 60 cambió la historia de la música para siempre
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«EL NACIMIENTO DEL RUIDO» Ian S. Port NEO SOUNDS 384 páginas, 19,90 euros
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