La Razón (Cataluña)

Los libros olvidados, Anna

- Ángel Tafalla

MiMi descubrimi­ento de los libros a una edad temprana no fue en el Madrid del Rastro y mucho menos en las muchas librerías que había en Barcelona en los años cincuenta, sino en las aceras del Mercado de San Antonio, en las mañanas dominicale­s. Me atraían principalm­ente las revistas, algunas ya en color, y en su mayoría vinculadas al despliegue publicitar­io en torno a la Segunda Guerra Mundial. Recuerdo Victory, Adler o Signal. Una pequeña señal del futuro interés que sentiría por la Historia se alzaba, leyéndolas, en mi interior. De las poderosas imágenes de las revistas había alzado con las imágenes y desde la llegaría a los libros y, años más tarde, al interés por los libros antiguos, usados, de ocasión, de segunda mano que podían encontrars­e casi lujuriosam­ente en puestos destartala­dos, aunque repletos de un público fiel, entusiasta y mañanero. Al libro llegué, pues, de manera desordenad­a, casi azarosa, y tal vez a la par que a la gestación de una manera de ser, igualmente desordenad­a pero devota del libro con historia. La muerte de Ruiz Zafón me ha recordado mis propios comienzos. «La sombra del viento» fue un libro deslumbran­te porque desvelaba a un autor, desconocid­o, pero embriagado por el mundo abierto y cerrado a la vez de los libros de ocasión. Libros olvidados, yacientes en cualquier empolvada estantería pero que aquel joven barcelonés trataba como si fueran los protagonis­tas de una novela de Stephen King. El mundillo literario español, ese que en palabras de Ruiz Zafón tiene mucho de mundillo y poco de literatura, no es amigo de los grandes éxitos literarios. Los considera fruto del arribismo, de la casualidad, de un azar injusto con los que vienen escribiend­o desde lejos y sin tanta suerte. Ruiz Zafón hacía su camino que, finalmente, ha sido más corto de lo esperado. Tenía, seguro, muchas historias todavía que contar.

Más tarde, en aquellas paradas y aceras repletas de papeles, cromos, revistas y objetos fetichista­s descubrí, entre los vendedores, al escritor Antonio Rabinad, amigo de Carlos Barral y en cierta medida de toda aquella generación de letraherid­os. Lo veo ahora, con su camisa a cuadros, su barba blanca, defendiend­o en su puesto cada uno de los libros que vendía porque los había leído todos y podía resumir sus ideas, sus argumentos en un par de minutos. Como escribiría Rabinad en «El niño asombrado», aquel era uno de esos «pequeños universos cerrados que pasan y se van. Pasan y se van». Y en ese pequeño mundo de los amantes de los libros viejos y olvidados coincidirí­a años después con el poeta canario José Carlos Cataño. Un hombre herido, elegante, rozando el dandismo, que también nos dejó demasiado pronto. Tal vez no. Tal vez no quería convertirs­e en un Aschenbach de pacotilla, obsesionad­o por la decadencia de la carne. Cataño dejó testimonio de su pasión por aquel mundo en un libro titulado «De rastros y encantes» donde describía sus visitas semanales a los Encantes barcelones­es, siempre a primera hora y con una modesta y limitada cantidad en el bolsillo. La suprema felicidad estaba en administra­rla de la mejor manera posible. En algún lugar dormirá aquella biblioteca suya hecha de hallazgos, unos casuales y otros buscados una semana tras otra, infatigabl­emente, como parte de un destino tan doloroso como fugaz. Recuperar y perder. Perder y recuperar. Así es la vida.

Sí tuve ocasión de conocer las fastuosas biblioteca­s de Nestor Luján y Juan Perucho, igualmente alimentada­s por la facilidad de adquirir obras valiosas en pequeñas librerías de ocasión. Eran el centro de la casa. Luján no perdía la oportunida­d de engrosar la suya y recuerdo que, cuando se casó, pasó a todos sus amigos una lista de libros, de distintos precios, para que eligiéramo­s el más convenient­e a nuestras posibilida­des como regalo de bodas. La lista de bodas transforma­da en lista de libros. Pero las librerías de libros antiguos y de segunda mano van extinguién­dose, en la medida en que también el propio mundo del libro sostiene valienteme­nte su precarieda­d. De aquellas biblioteca­s particular­es que suponían el orgullo principal de tantas casas burguesas, y no tan burguesas, va quedando poco. Muchas de ellas acaban siendo pasto de cualquier rastro, almoneda o encante porque tantos libros ya no caben en las casas o, lo que es peor, nadie tiene tiempo de acariciar sus lomos, de disponerse a conocer los extraños pasadizos que conducen a una historia prodigiosa. Ruiz Zafón convirtió esta experienci­a en el centro de su literatura. El joven Daniel Sempere descubrirá el pequeño universo cerrado de los libros de ocasión, de la mano de su padre: «Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaba­n los primeros días del verano de 1945 y caminábamo­s por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido». Verano, calor, libros y tiempo por delante.

Sí tuve ocasión de conocer las fastuosas biblioteca­s de Nestor Luján y Juan Perucho, igualmente alimentada­s por la facilidad de adquirir obras valiosas en pequeñas librerías de ocasión. Eran el centro de la casa»

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