Derechos políticos, derecho a equivocarse
Desde muchas partes de España, cuando llegaban las elecciones al País Vasco, quien más o quien menos procuraba dar apoyo a los representantes del Partido Popular que se presentaban como candidatos. El peor sitio, por supuesto, era el Goyerri, en Guipúzcoa, pero el espectáculo se repetía un poco por toda aquella tierra que, asesinato tras asesinato, conseguía arrancarte del alma cualquier sentimiento de simpatía. Porque no era sólo la pandilla de etarras formando barrera frente al velódromo de Anoeta para insultar con el «asesinos» y «fascistas» a los donostiarras que acudían al mitin del PP en San Sebastián, o la bomba de humo de rigor la noche de la pega de carteles en Guernica, era la asfixia de la libertad política ejercida sistemáticamente contra quien, por encima de cualquier otra consideración, se consideraba vasco y español. Luego, cerradas las urnas, aquellos hombres y mujeres de valor sencillo, que es el más difícil, se quedaban solos con las bestias y algunos, demasiados, caían bajo sus pistolas. Por ello, Santiago Abascal, que, como su padre, era del Partido Popular y conoce de primera mano lo que es vivir bajo el totalitarismo de una secta y la cobardía de otra, está en su perfecto derecho a hacer la campaña electoral que quiera, con los medios de que disponga y en donde considere. Él y cualquiera que viva en España y actúe políticamente en España. Porque de eso se trata. Del ejercicio de la libertad. Y los que, como entonces, insinúan provocaciones y reprochan molestias innecesarias, tienen, al menos, el deber de callarse. Ya que no están dispuestos a comprometerse en la defensa de los derechos básicos de cualquier sociedad democrática, por lo menos, que nos ahorren la nueva versión del «algo habrá hecho». Santiago Abascal hace lo que le parece en un sistema de libertades. Otra cosa es que, políticamente, se equivoque y que los veinte o veinticinco mil votos que le dan las encuestas le cuesten dos escaños a sus antiguos compañeros de filas.