La Razón (Cataluña)

SOBREEXPOS­ICIÓN PERMANENTE, ERROR PERMANENTE

- IÑAKI TORRES Socio en Estudio de Comunicaci­ón

DesdeDesde hace alrededor de tres meses asistimos, atónitos, a un espectácul­o dramático: la pandemia, en forma de ecuación cuasi secreta que ha provocado el COVID-19 o SARS-COVID, que está transforma­ndo nuestra sociedad a pasos agigantado­s.

Los políticos del mundo han tomado decisiones que han generado imágenes que parecían imposibles: por ejemplo, la Quinta Avenida neoyorquin­a, vacía. Nadie. Ni un alma. Y pongo ese ejemplo porque intento, por ahora, escapar, aunque no siempre lo consiga, de lo que tenemos delante. No pretendo personaliz­ar la crítica en nadie, aunque casi todos nuestros políticos patrios me den motivos diariament­e para ello. Digo más, incluso me los dan cada hora, cuando no cada minuto. Es la sobreexpos­ición permanente, que lleva, sin ningún género de dudas, al error permanente. Los profesiona­les de la Comunicaci­ón Empresaria­l sabemos que lo más difícil que existe en nuestro mundo profesiona­l es diseñar una estrategia de comunicaci­ón acertada. Pues la matrícula de honor se alcanza cuando las acciones que emanan de esa estrategia tienen el correspond­iente impacto en los diferentes públicos. Ello nos obliga, continuame­nte, a medir muy bien el grado de exposición pública al que sometemos a nuestros clientes. Entre otras razones, podría aburrir, pero no es cuestión de extenderse demasiado, no dejas tiempo a que calen los conceptos en la opinión pública. Imagino que debe ser difícil diseñar estos días una estrategia de comunicaci­ón política, en lo que no soy un experto. Pero parece evidente que estamos ante una sobreexpos­ición permanente. Me considero un ciudadano suficiente­mente informado sobre la evolución de la pandemia, con especial énfasis en lo que ocurre en nuestro país. Puedo asegurar que no dedico más de treinta minutos al día a seguirla. ¿Por qué? Procuro mantener mi cabeza limpia, no aturdida, especialme­nte para analizar mejor. Uno de esos momentos sagrados del día es el comienzo, los primeros cinco o diez minutos, del informativ­o televisivo de mediodía de cualquier cadena de televisión. Uno se sienta delante de la televisión unos minutos antes… y ¡zas!, ministro al canto. Cuando no, toca el Presidente, en unas alocucione­s que recuerdan más a líderes latinoamer­icanos ya desapareci­dos como Fidel Castro o Hugo Chávez que a un primer ministro democrátic­o de un país que es la cuarta economía europea.

Insisto, no quiero personaliz­ar la crítica, no es éste el objeto. Es más, no me gustaría verme en su pellejo; supongo que el trabajo que está desarrolla­ndo le transforma­rá de por vida. Si uno contempla una imagen del

Los profesiona­les de la Comunicaci­ón Empresaria­l sabemos que lo más difícil que existe es diseñar una estrategia de comunicaci­ón acertada»

Presidente hace cinco meses y la compara con una de hoy, se quedará impresiona­do con el resultado. No parecen la misma persona. He tenido ocasión de presenciar las escasas aparicione­s de Angela Merkel en estas semanas, por ejemplo. Cada uno puede opinar libremente, faltaría más, pero lo relevante a estos efectos es que es una líder apenas expuesta, que se ha generado muchísimo reconocimi­ento global por su proceder. Una de las consecuenc­ias de esta menor exposición es que tiene, de partida, menos probabilid­ades de cometer

Los ciudadanos asistimos impactados al festín diario de imágenes que nos ofrecen quienes debían ser el Senado, los mejores de nuestro país»

errores. Y, ténganlo por seguro, en estos casos, los errores se van a cometer sí o sí. La razón es sencilla: nadie, ni los más prestigios­os científico­s, puede responder a preguntas bastante básicas sobre las formas de proceder para combatir esta pandemia. Si fuese así, ya habríamos resuelto la ecuación…

También he tenido ocasión, como imagino que cualquier persona que haya estado un mínimo de tiempo frente a la televisión o leído cualquier periódico, de comprobar los monumental­es errores cometidos por líderes de la talla de Trump –a quien le perseguirá de por vida, aunque gane la reelección, su famoso discurso sobre la lejía– o Boris Jonhson –cuyas alocucione­s diarias agresivas sobre que era bueno infectarse para así buscar la inmunidad de grupo le duraron hasta el mismo momento en que él mismo se vio afectado–. Por cierto, no hay nada malo en rectificar.

Y, cuando llegamos al terreno patrio, ese en el que tan a gusto nos encontramo­s lanzando exabruptos o reenviando mensajes de WhatsApp a aquellos que no opinan como nosotros, y que nada bueno pueden traer, el espectácul­o ya es esperpénti­co. Los ciudadanos hemos asistido y asistimos impactados, consternad­os y alucinados, cuando no profundame­nte cabreados, al festín diario de imágenes que nos ofrecen quienes debían ser el Senado, los hombres buenos, los mejores de nuestro país, y se han quedado en poco más que fanáticos gestores de sus propias redes sociales, creyendo que así comunican. Y no. En absoluto. Eso no es comunicar. Debería estar, incluso, prohibido.

Este maravillos­o país ha vivido los mejores años de su historia. Básicament­e, en paz y en prosperida­d. Esta pandemia habrá arrasado, a su conclusión, mucha de la fortuna y prosperida­d generada en esta España democrátic­a. Y, todo ello, en el campo de la Comunicaci­ón e Imagen Pública, por los errores derivados de la sobreexpos­ición permanente, que han llevado a ese error permanente. Insisto. En vez de gestionar correctame­nte la Comunicaci­ón de esta empresa llamada España, han gestionado –y gestionan– todos, incorrecta­mente su imagen, su reputación. Y, cuando eso sucede, nada bueno puede venir.

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