DENTRO DE LA MENTE DEL MAESTRO
Un nuevo libro de Stephen King siempre es un acontecimiento, incluso cuando se trata de cuatro «nouvelles» cuyo denominador común es el propio autor y sus obsesiones. En la primera es la tecnología el elemento perturbador que crea la atmósfera misteriosa. Como lo fueron los coches en «Christine» y «Mr. Mercedes», y la última, «La rata», la escritura de una novela como catástrofe. En «El teléfono del Sr. Harrigan» un iPhone comunica al protagonista con un más acá tan inquietante como el más allá. El móvil como comunicador moral de la conciencia del joven Graig, cuya similitud con Archivaldo de la Cruz, protagonista de «Ensayo de un crimen» de Luis Buñuel es manifiesta. Stephen King trata de crear una atmósfera cotidiana en la que mediante un móvil logra que los deseos justicieros del protagonista se hagan realidad: desear la muerte de otro y que se cumpla. Archivaldo de la Cruz vive esa oscura depravación de su deseo con una intensa culpabilidad, mientras que el joven Graig no acaba de quedar claro si el iPhone y su propietario tienen poderes de ultratumba y son los responsables de saciar sus deseos de hacer justicia. El relato sigue los patrones de Stephen King: un pueblo pequeño de Maine, la vida cotidiana del ciudadano medio y una casa victoriana donde habita el viejo Scrooge de Dickens, que no es otro que el malvado capitalista de «¡Qué bello es vivir!» (1946), pero ablandado por el joven protagonista. Uno de esos relatos costumbristas que King borda magistralmente. Las cuatro novelas son cuentos de fantasma apenas «desplazados»: hay magia y misterio y descontrol sobrenatural en «La sangre manda» y en «La rata», un cuento de hadas desgraciado y que guarda una singular relación con Torrance, el protagonista de «El resplandor». La segunda, «La vida de Chuck» es la historia menos cuajada. Es original su estructura en regresión y lo que se presenta como una distopía acaba convertido en un cuento sobre la premonición. Es magistral el capítulo del baile en la calle de un ejecutivo delante de una batería y un sombrero mágico. Son esos capítulos los que convierten a Stephen King en un maestro del ritmo narrativo y la perfección formal. Y lo logra con un nombre mágico que otorga al protagonista un don premonitorio inquietante. Pero es la tercera narración, de doscientas páginas, la más interesante. En realidad, «La sangre manda» es en sí una novela por su extensión, pero no por su ambición. En ella retoma a viejos conocidos del lector: Holly Gibney, un personaje secundario de «Mr. Mercedes», reconvertida en una detective de su empresa
«HAY CAPÍTULOS QUE DEMUESTRAN POR QUÉ EL AUTOR ES UN MAESTRO DEL RITMO NARRATIVO Y FORMAL»
«Finders Keepers». El caso que investigan es una voltereta genial sobre el asesino en serie anterior, Brady Hartsfield, sustituido por un personaje fascinante, cercano a esos locutores televisivos que viven literalmente gracias a las noticias de sucesos sangrientos. De ahí ese extraño título que homenajea a Bram Stoker, encarnado en un co rresponsal televisivo sobrenatural. De nuevo lo fantasmal visita el relato de forma muy ingeniosa, y aunque dice que partió de una frase para el segundo relato «Contengo multitudes», también podría aplicársele a «La sangre manda». En las notas del libro, Stephen King se pregunta de donde saca esas historias y qué origen tienen. Pero es incapaz de responder. Ningún escritor puede. Unas veces parten de recuerdos de fragmentos de películas y series televisivas y otras de acontecimientos cotidianos vividos tiempo ha. Pero al igual que «Christine» (1983), la historia de un automóvil Plymouth Fury del año 1958, poseído por fuerzas sobrenaturales, puede tener su origen en un cuento de terror del autor de ciencia ficción checo Josef Nesvadba «Vampiros, S.L.» (1962), también de ese mismo relato cuenta que pudo surgir la idea del personaje camaleónico Chet Ondowsky, el reportero que se alimenta del dolor y la sangre de las catástrofes. En «Christine» es evidente la relación con el «aristocrático bólido» de «Vampiros, S.L.», donde todo gira en torno a un coche asesino: «¡Vaya un cacharro tan extraño! –dije–. No es ni un Bentley ni un Jaguar, pero según parece al final mata a su conductor. Utiliza sangre humana como combustible…». En «La sangre manda» la relación es más sutil: ese periodista adicto a la sangre se alimenta de las noticias sangrientas como lo haría un vampiro posmoderno: «Ahora el ser ya no se conforma con vivir de la secuelas de las tragedias, engullendo aflicción y dolor antes de que la sangre se seque», escribe King. ¿Y quién puede enfrentarse y destruirlo? La acomplejada Holly Gibney, un personaje que ya forma parte de la galería de protagonistas femeninas de Stephen King, enfrentada a ese monstruoso ser sobrenatural. Las novelas de su última época, algunas admirables como «22/11/63» y otras más endebles como «Doctor Sueño», la continuación de «El resplandor», destilan una aire añejo, como colgadas en el tiempo de su juventud. Siempre girando en torno a la vida cotidiana de la América de los años 60, la música pop y sus recuerdos escolares, incluso su forma de ver el mundo, congelada en aquellos años de «Quédate conmigo» (1982). Desde entonces no ha abandonado esa sensación de nostalgia de su infancia y juventud en el condado de Maine, donde suelen transcurrir sus novelas. Estas cuatro novelas son buenos ejemplos de la imposibilidad de Stephen King de salir del anillo de Moebius en el que sigue girando para autocomplacencia y regocijo de sus fans.
«EN LAS NOTAS ÉL MISMO SE PREGUNTA DE DÓNDE SACA ESAS HISTORIAS, PERO NO SABE RESPONDER»