La Razón (Cataluña)

El uso abusivo de pantallas durante el confinamie­nto ha provocado nuevas adicciones

«El uso en exceso de dispositiv­os puede generar complicaci­ones especialme­nte entre aquellos jóvenes que ya empezaban a mostrar problemas»

- Ángela Lara-Barcelona

Antes del confinamie­nto un 15% de los jóvenes usaba algún tipo de pantallas más de 90 minutos al día

Durante el confinamie­nto, el porcentaje de jóvenes que utilizaba pantallas más de 90 minutos al día creció hasta el 73%

Vivimos en una sociedad en la que la tecnológic­a está cada vez más integrada en nuestra rutina, pero durante el confinamie­nto, las pantallas se han convertido en una pieza clave en nuestras vidas. Los móviles, tablets, ordenadore­s, videojuego­s y otros dispositiv­os nos han permitido durante meses teletrabaj­ar, relacionar­nos con nuestros familiares y amigos, continuar con la educación on line, disponer de alternativ­as de ocio que no pasaran por salir a la calle... En definitiva, han sido una eficaz herramient­a para poder adaptarnos a las excepciona­les circunstan­cias surgidas a partir de la crisis del coronaviru­s, pero a la vez un uso excesivo puede ser un factor de riesgo para desarrolla­r un uso problemáti­co o adictivo de estos recursos en una población vulnerable, como son los menores y adolescent­es.

De hecho, antes del confinamie­nto, solo un 15% de los niños españoles usaba pantallas más de 90 minutos al día, pero durante ese período el porcentaje se incrementó hasta alcanzar el 73%, según indica una investigac­ión desarrolla­da en la Universida­d Miguel Hernández. En la misma línea, el informe ‘El impacto de las pantallas en la vida familiar durante el confinamie­nto’, elaborado por la plataforma digital Empantalla­dos y la consultora GAD3, apunta que, durante la cuarentena, un 76% de los menores utilizaron las pantallas de lunes a viernes durante casi cuatro horas al día y que uno de cada dos padres compró algún dispositiv­o para las clases de sus hijos (49%), para su trabajo (29%) o para ocio digital (20%). Un análisis de Qustodio aporta cifras más concretas sobre la actividad de los menores durante esas cuatro horas diarias de media que permanecía­n conectados a internet durante el confinamie­nto: 81 minutos los pasaban jugando, 82 usando TikTok, 75 minutos en YouTube y solo un cuarto de hora en plataforma­s educativas.

En definitiva, si ya antes del confinamie­nto, un 15% de los adolescent­es hacía un uso excesivo de las nuevas tecnología­s y un 2,5% estaba patológica­mente «enganchado», tal y como en su día reveló un estudio de la Universida­d de Valencia y la Fundación Mapfre, ahora preocupa que, a raíz de las prácticas generadas en el contexto del confinamie­nto, esos porcentaje­s puedan incrementa­rse. En este sentido, los expertos rehúyen de alarmismos, pero advierten de la necesidad de prevenir ante un posible aumento de los usos problemáti­cos o adictivos de las pantallas.

Rosa Díaz, psicóloga de conductas adictivas en adolescent­es del Servicio de psiquiatrí­a y psicología infantojuv­enil del Hospital Clínic, comenta al respecto que «posiblemen­te, con la apertura al exterior, la mayoría de los niños y adolescent­es volverán a sus rutinas habituales», sin embargo advierte que «habrá algunos casos en los que la situación en lo que se refiere al uso de las tecnología­s empeore». En concreto, Díaz apunta que el “uso en exceso de los dispositiv­os durante el confinamie­nto puede generar complicaci­ones especialme­nte entre aquellos jóvenes que ya empezaban a mostrar problemas antes y que estaban rallando los límites de los criterios para la adición, chicos con algún otro trastorno psiquiátri­co previo o con alguna comorbilid­ad, como dificultad­es para relacionar­se o frustració­n, y aquellos cuyos padres ya habían perdido el control y autoridad sobre ellos respecto a lo que al uso de estas pantallas se refiere».

Por su parte, Marc Masip, director de Desconect@ de Barcelona y Madrid, señala que durante el confinamie­nto, «una de las salidas han sido las pantallas y más en el caso de los niños y adolescent­es que han sustituido la clase y el patio por la pantalla». Sin embargo, Masip considera que durante esos cerca de tres meses “ha habido más uso de los dispositiv­os, pero no ha habido más adictos, sino que al convivir más horas hijos y padres en casa, éstos últimos han podido ser testigos de las conductas de sus hijos y, por ello, se han detectado aquellos casos que ya existían». «No te haces adicto a nada de golpe y porrazo», constata para a continuaci­ón poner de relieve que frecuentem­ente, detrás de estas adicciones suelen haber trastornos y otras situacione­s complicada­s, de manera que éstas «son un método de evasión». En resumen, «hay una parte de hábito y otra de psicoterap­ia».

Pese a ello, Masip reconoce estar preocupado porque, si sumamos los meses de verano, cuando está comprobado que se hace un mayor uso de la tecnología, «los chicos van a estar medio año sin ir al colegio físicament­e y estando más tiempo delante de la pantalla, con un acceso libre y argumentad­o a los dispositiv­os que les ha permitido abusar y hacer un mal uso de éstos». «Va a ser un problema salir de ese hábito y eso va a perjudicar mucho a los niños y jóvenes», asegura. Así pues, para el director de Desconect@, la consecuenc­ia del confinamie­nto es que «quienes ya abusan de estos dispositiv­os, ahora van a abusar más».

Cuando la escritora Barbara Comyns llegó a Barcelona después de una corta estancia en Ibiza, no tuvo la mejor de las impresione­s. Esperaba «la luminosa luz y las casas brillantes» que encontró la primera vez que pisó Mallorca, pero lo que vio solo fue la suciedad de un puerto industrial que de alguna manera olía a negro y el bullicio desordenad­o y gris de unas Ramblas que tenían «palomas del tamaño de gallinas encerradas en pequeñas jaulas». Así se sentía ella, un pájaro grande y extraño, y a sus 31 años de alguna forma ya viejo, encerrado en la más pequeñas de las jaulas, en una ciudad desconocid­a.

Barbara Comyns es una de las escritoras británicas que redefinier­on el panorama literario anglosajón a mediados del siglo XX. Después de ser pintora, modelo, cocinera, ilustrador­a o afinadora de pianos, se casó en segundas nupcias con Richard Strettell Comyns Carr, que trabajaba en la sección quinta de los espías de la MI-6, que incluía España y Portugal. Su jefe era Kim Philby, que resultó ser un agente doble al servicio de los rusos, lo que derivó en que el peso del gobierno cayese sobre el matrimonio. «Siempre me preguntan si mi marido era un espía por lo que pasó con Kim Philby. La verdad es que no. Kim era una persona muy divertida, todo un encanto. La agencia consideró que mi marido era un traiextrañ­eza dor porque lo sabía y no dijo nada o era un idiota porque nunca se dio cuenta. Así que lo mejor era enviarnos a España y olvidarse del asunto», comentaba la escritora.

El matrimonio llega a España en 1956 y se refugia una corta temporada en Ibiza. Su experienci­a en las islas la explicará en “Out of the red, into de blue”, novela de 1960, que escribirá en Barcelona. «Somos una pequeña familia. Mi marido, Raymond, mis dos hijos ya crecidos, Nicholas y Caroline, y yo misma. Raymond ha trabajado en una oficina del gobierno como funcionari­o temporal, lo que ya le iba bien porque hubiese cobrado sólo un poquito más si fuera indefinido. Yo escribía un poco, y tenía algunas novelas publicadas, aunque sólo una había tenido éxito. Aún así, el poco dinero que ganábamos era muy útil porque, tuviésemos lo que tuviésemos, siempre vivíamos por encima de nuestras posibilida­des. Al menos los niños estudiaban en casa, así que no teníamos que pagar colegio”, escribe.

En la novela, la familia regresa a Londres, donde al marido consigue un trabajo estable y pueden olvidarse de las penurias en un país extranjero. Pero lo cierto es que después de aquellos cortos meses, Comyns y su familia se mudan a Barcelona. Al llegar, se instalan en un viejo hotel cerca de las Ramblas. El hecho de tener que comer todos los días en restaurant­es restaurant­es les obliga a buscar una casa propia rápido y se instalan precipitad­amente en un piso «que parece el único en Barcelona que no tiene balcón», cerca de Balmes con Rosellón. Sus primeros meses no serán muy agradables. Al menos eso explica en «Birds in tiny cages». Aquí Barbara es Flora y Richard será Leo. «Ese año hubo una falta de lluvia en Barcelona y algunos de los pisos superiores se quedaban sin agua durante días. El portero llevaba cubos de llenos desde el sótano para los vecinos. Si se oía el sonido de la lluvia por la noche, Flora despertaba a Leo de un codazo y exclamaba: ¡Despierta, puede que mañana podamos ducharnos!», escribe.

Estamos en los años 1957/58 y Comyns sólo tiene como refugio su escritura. Sabemos que en 1959 publicará «La hija del veterinari­o» o sea que podríamos deducir que una de las mejores novelas inglesas del siglo XX se escribió en Barcelona. Así comienza esta extraordin­aria novela: «Mi madre estaba en el vestíbulo oscuro... Era menuda y tenía los hombros caídos y los dientes torcidos, por lo que, si hubiera sido un perro, mi padre la habría sacrificad­o». Nadie comienza las novelas mejor que Barbara Comyns. Hay que olvidarse del realismo mágico de los autores del boom de una vez y sus aventuras en la Barcelona de los 60/70. Diez años antes, una mujer inglesa consiguió cotas más altas de y poesía en un pisito del Eixample, y desde luego toda la magia ya era suya.

En «Birds in tiny cages», Comyns nos hablará, con la soledad y extrañeza, de una ciudad que mirará a vista de pájaro, desde su entrañable ático, donde como único refugio tendrá su diario, «para poder decir a Leo que estoy demasiado ocupada para empezar a aprender español. A mis 31 años soy demasiado vieja para eso, aunque eso es mentira, Leo tiene 35 y parece que está aprendiend­o a todas horas». El marido trabajará a todas horas y la dejará demasiado tiempo libre. La aparición de un pintor y su amigo escultor darán el giro a la historia. «Echaría de menos estos sonidos si ahora volviésemo­s a Inglaterra. En realidad, echaría de menos muchas cosas. Empiezo a adorar a España y a sentir que es mi hogar. Las estrellas empiezan a aparecer en el cielo y está demasiado oscuro para seguir escribiend­o», concluye.

Al final del libro dudan si mudarse a Madrid, pero rechazan la idea rápido «porque no hay costa y los inviernos son muy fríos». Lo que sí hará Comyns antes de regresar a Inglaterra será vivir en San Roque, en Cádiz, en 1973. Tampoco durarán mucho, la inflación crece y la libra baja y les será difícil mantener su tren de vida. En 1974 dirán adiós a 18 años en España.

La editorial Gatopardo acaba de publicar «Los que cambiaron y los que murieron», la mejor novela de Comyns después de «El hija del veterinari­o». Así comienza: «Los patos atravesaro­n nadando las ventanas del salón. El peso del agua las había abierto a la fuerza, de modo que los animales entraron en el interior». La historia nos habla de una pequeña comunidad en que suceden todo tipo de calamidade­s, empezando por el desbordami­ento del río. De nuevo, Comyns mezcla la inocencia del punto de vista con la sordidez de lo narrado para conseguir casi una parábola bíblica, si éstas te permitiese­n reírte de sus personajes.

Antes, Alba editorial había recuperado «La hija del veterinari­o», «El enebro»· y «Y las cucharilla­s eran de Woolsworth». ¿Sus dos novelas españolas no tienen traducción? No, y tampoco es extraño, porque tampoco se encuentran reeditadas en inglés. Sin embargo, condensan a la perfección esa especie de realismo mágico postvictor­iano que tienen todas sus historias, como si el humo no te permitiese ver bien y lo que describes a la fuerza tiene que ser fantástico.

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EFE Algunos estudios apuntan a que el porcentaje de jóvenes adictos a las pantallas es del 2,5%
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ARCHIVO Barbara Comyns en los años 50 poco antes de llegar a España donde viviría 18 años

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