La Razón (Cataluña)

UN VIAJE AL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS

- POR J. ORS

Joseph Conrad abandonó su Polonia natal, su lengua materna y su nombre inicial y se convirtió en un marinero errante, con otra identidad, otro idioma y otro horizonte vital (el mar, en vez del de tierra adentro). Recorrió a bordo de diferentes barcos, y después de haberse quedado sin blanca en diferentes ocasiones, el orbe conocido acumulando experienci­as, aprendiend­o lenguas, estrechand­o la mano a personajes de diferente casta y pelaje, y, también, endurecién­dose en las tareas de la navegación. En uno de sus viajes acudió al Congo, una tierra que ocupaba un lugar especial en su imaginario, porque él, que había visitado los puertos de Oriente, conocido culturas lejanas y corrido aventuras que aún levantan envidia, tenía una especial debilidad por las zonas que quedaban en blanco de los mapas. Y el Congo era uno de esos territorio­s. Cuando acudió allí, con las esperanzas de cualquier expedicion­ario, se topó con una de las crudas realidades que el siglo XIX puso sobre el tapete: el régimen del colonialis­mo. El espectácul­o humano que presenció dejó hondas muescas en su conciencia y lo que vio nunca fue lo peor. En las costas y las millas fluviales de aquel país se dieron cita, como si fuera uno de los «sueños» de Francisco de Quevedo, la avaricia, el despotismo, el racismo, la crueldad, el dinero, el comercio, la vehemencia, la inclemenci­a y un rey ávido de poder. Un cruce de intereses que montaron un carnaval de deshumanid­ades que en pocas ocasiones se han presenciad­o en la historia. El rey Leopoldo II de Bélgica estaba detrás de lo que probableme­nte ha sido la primera matanza de la historia que puede tildarse de genocidio. El «informe

Casement», de 1904, redactado por el diplomátic­o Roger Casement, al que Mario Vargas Llosa dedicó la novela «El sueño del celta», denunciaba las atrocidade­s que se estaban cometiendo contra la población nativa ante la impasibili­dad (y aprobación) de Occidente, y, sobre todo, de las autoridade­s de Bélgica. Para extraer el mayor beneficio del mercado del caucho se sometió a un país a un régimen de muerte. Un calculo demográfic­o asegura que la población descendió entre 10 y 15 millones durante esos años. A la brutalidad había que sumar una serie de enfermedad­es que diezmaron a los hombres, mujeres y niños de las aldeas, que padecieron brotes intermiten­tes de viruela, distintos tipos de gripe o la temida enfermedad del sueño. Los castigos iban desde el látigo y la amputación de manos hasta retener como rehenes a familias enteras, asesinatos arbitrario­s, latigazos y toda una amplia variedad de torturas. Cualquier cosa valía para conseguir la riqueza del Congo. Para estos hombres no había escrúpulos, conciencia o arrepentim­iento. Aquel breve servicio le sirvió a Conrad, que conocería puntualmen­te a Casement, para armar ese torrente literario, a pesar de sus escasas páginas, que es «El corazón de las tinieblas», una narración que después ha sido el argumento para cualquiera que desea describir en qué consiste el verdadero horror, como hizo Francis Ford Coppola en «Apocalypse Now» para contar la guerra de Vietnam. El viaje de Conrad no es solo la marcha hacia el interior de ninguna geografía, sino hacia el propio corazón de los hombres, siempre lleno de tinieblas a pesar de la civilizaci­ón, porque todos conocemos que llegar a asomarnos a cómo somos y, sobre todo, a cómo podemos llegar a ser es adentrarse en «el horror».

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