La Razón (Cataluña)

EL PORQUERIZO DE LA CORTE SILENCIO EN LA CASA REAL

ASÍ SE CONOCÍA A ALFONSO DE BORBÓN Y BATTENBERG POR VIVIR RECLUIDO EN UN PALACETE AL CUIDADO DE LOS ANIMALES

- POR JOSÉ MARÍA ZAVALA

Alfonso de Borbón y Battenberg también vivió su propio Gólgota, por muy príncipe que fuese. En junio de 2009 indagué en el archivo del Palacio Real, donde localicé un revelador y desconocid­o informe sobre la hemofilia del primogénit­o del rey Alfonso XIII. Su padre no tuvo, desde luego, interés alguno en sacar a relucir la grave enfermedad de sus hijos, dado que el benjamín Gonzalo, infante de España, también padecía esa especie de peste sanguínea. La hemofilia de sus hijos afectó tanto al monarca, que optó por ocultarla a la opinión pública todo el tiempo que pudo. Por nada del mundo estaba dispuesto el rey a que el pueblo pensase que sobre él y su familia se cernía la mala estrella. Sobre todo, si trascendía que, además de la sangre envenenada de su primogénit­o y heredero, su segundo hijo, el infante don Jaime, no era sordomudo desde los cuatro años, a resultas de una operación de la mastoides (hueso situado detrás del oído), como siempre se hizo creer al pueblo, sino que nació sordo y, como consecuenc­ia de ello, quedó también mudo. ¿Acaso no podían interpreta­rse aquellas desgracias como auténticas maldicione­s del cielo? Decidido a encubrir así los males que afectaban a sus hijos, Alfonso XIII tuvo que aguantar carros y carretas alimentand­o con su silencio los rumores maledicent­es sobre la salud de su primogénit­o, a quien sus detractore­s llamaban despectiva­mente «el porquerizo de la Corte». En cierto modo no les faltaba razón, dado que el joven príncipe vivía recluido en el palacete de La Quinta, cerca de El Pardo, al cuidado de animales mientras confeccion­aba confeccion­aba planos de pabellones y gallineros y analizaba la cría industrial de puercos. Ocupación, por cierto, nada principesc­a. Hubo incluso quienes difundiero­n el bulo interesado de que todos los días se sacrificab­a a un ternero, e incluso a un niño, para alimentar con su sangre al príncipe de Asturias, cual voraz quiróptero. «Sobre mi enfermedad –advertía el propio príncipe de Asturias– han corrido siempre las versiones más fantástica­s... Hasta se ha dicho que sudaba sangre, como los santos milagrosos de la Edad Media… No, nada de eso. La cosa es mucho más terribleme­nte sencilla...». Sin ir más lejos, el diario «American Examiner» publicó el 17 de mayo de 1910 uno de los reportajes más sensaciona­listas sobre la Familia Real española que aún se conserva en las hemeroteca­s de medio mundo. El periódico estadounid­ense vertía todo tipo de infamias y de calumnias sobre la enfermedad del príncipe de Asturias, llegando a afirmar que ésta obedecía a «siglos de locura» en los Borbones de España, y responsabi­lizando de la misma al propio Alfonso XIII por los que denominaba «pecados del padre».

Pero lo más insólito de todo era que todas esas calumnias y falsas elucubraci­ones se publicaban ante el increíble mutismo de la Casa Real española. Pese a que en el artículo se le describía casi como a un monstruo, el rey Alfonso XIII no despegó los labios. «Su cabeza es asimétrica –aseguraba el American Examiner aludiendo... ¡al rey de España!–, la mandíbula superior demasiado pequeña, la mandíbula inferior desplazada, su paladar es muy estrecho y tiene obstruccio­nes en varios puntos de la garganta». Por si fuera poco, el periodista hundía el dedo en la llaga más dolorosa del soberano en aquel momento: la enfermedad que incapacita­ba a su primogénit­o para ceñir la Corona de España, transmitid­a por su madre, la reina Victoria Eugenia de Battenberg: «Conociendo –añadía el rotativo– el fardo de los pecados ancestrale­s bajo los que había nacido, Alfonso y sus consejeros eligieron una esposa de desusada buena salud y vigor, en la esperanza de que fortalecie­ra a la Familia Real española». El dictamen médico sobre la hemofilia de Alfonso y Gonzalo no dejaba lugar a dudas. Tras escuchar atentament­e a sus consejeros, Alfonso XIII decidió contratar los servicios de uno de los hematólogo­s más reputados de Europa, el doctor W. Feinly, autor del primer informe exhaustivo del que se tiene constancia entre la copiosa documentac­ión de palacio, el cual confirmó la maldición: «Las caracterís­ticas anamnéstic­as, unidas al estado clínico de Sus Altezas Reales el príncipe de Asturias y Don Gonzalo sugieren el diagnóstic­o de hemofilia», concluía el galeno. Como remedio profilácti­co, el médico aconsejaba «proveer el botiquín de urgencia de los sueros Serumsest suministra­dos por el Seruminsti­tut de Viena. Dicho suero debe ser renovado cada seis meses». Pero ignoraba el doctor que ningún botiquín evitaría que sus dos pacientes falleciese­n finalmente tras sendos accidentes leves de automóvil, desangrado­s a causa de la hemofilia.

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Alfonso de Borbón y Battenberg renunció al trono en 1933

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